Historia del perfume en España: los aromas de al-Andalus. Historia del perfume (VIII)



HISTORIA DEL PERFUME EN ESPAÑA.  AL ÁNDALUS


   La  malaria es una enfermedad muy esquiva a los avances científicos. Tanto incluso que, con frecuencia, ignoramos que su propio nombre malaria hace referencia, aunque de forma errónea, al medio por el que se transmite mal aire. También se conoce como paludismo, del latín palus: estanque, pantano. Y decimos que erróneamente, porque hasta que se descubrió que el mosquito anofeles era el responsable de su transmisión, se pensaba que se propagaba a través del aire, como el resto de las enfermedades. Para los hombres de la Edad Media y el Renacimiento, los aromas, los perfumes, constituían además de un valorable bien cosmético, un eficacísimo remedio para los malos aires que les hacían enfermar. El cuerpo debía blindarse ante el medio natural porque, incluso el agua, podía convertirse en el peor enemigo; su uso debilitaba la piel y a través de ella penetrarían en el organismo todas las amenazas del mundo externo. 


   En contra de lo que puede pensarse, no fue exactamente la Edad Media un tiempo en el que el hombre y la higiene mantuvieron una existencia conflictiva. Siglos antes los primeros eremitas  tenían en alta estima su renuncia al baño; San Antón, por ejemplo, fundador de la orden de los antonianos que se dedicaban a la cría y cuidado de los cerdos, tenían un bicho de estos como divisa. No se sabe si fue por su diligencia por lo que devino en patrón de todos los animales, pero la historia hagiográfica lo conoce por no haberse bañado en su vida. La  época untuosa de Casanova, un tiempo que hacía alarde de pelucas y caras empolvadas en el siglo XVIII, convivía con la hedionda atmósfera de los salones barrocos, marcada por aquella “higiene seca” que más o menos consistía en sustituir los baños por pañitos ligeramente humedecidos. En la Edad Media, aunque como quien dice se bañaran de aquella manera, tenían al menos una noción difusa de las bondades del uso del agua.
        Si bien la Edad Media en España tuvo unos perfiles atípicos respecto al resto de Europa, sobre todo debido a la presencia árabe en La Península, los reinos cristianos también se ocuparon de legislar sobre los baños públicos (en la Córdoba del Califato llegaron a existir hasta 400), no en balde, la cultura del agua en la Península se remonta a la época romana. En la Europa cristiana estos recintos, en los que se llegaba a bañarse incluso vestido, derivaron hacia meras mancebías en las que el agua era un pretexto para el ejercicio de la prostitución. A este respecto, cabe subrayar que, uno de los aromas más utilizados en las mancebías lo constituían las propias esencias biológicas, pues no era extraño que las prostitutas se ungieran sus cuellos y sus pechos con sus propias secreciones íntimas con el fin de estimular la libido de sus clientes. Una afamada perfumera en nuestra historia fue La Celestina: bruja, alcahueta. Lo mismo elaboraba un bebedizo para enamorar que practicaba abortos o se dedicaba a la fabricación de perfumes. En la antigua Grecia el oficio de perfumista era, al parecer, de claro predominio femenino, pues formaba parte de las artes cívicas. En Al-Andalus también eran las mujeres y los niños los encargados de recoger las flores con las que se obtenían los aceites esenciales para fabricar el perfume lo que
 solía realizarse durante el mes de Junio con la recolección, entre otros, de tomillo y malvavisco (El Calendario de Córdoba). Los musulmanes se definirían por el uso de perfumes de base animal: almizcle, algalia (en cuya composición entra el mismo almizcle) o ámbar; aromas intensos y biológicos. Siglos después, durante el barroco, el almizcle llegó a ser considerado como un perfume sucio, propio de viejos degenerados y meretrices. En el mundo greco-latino los perfumes animales (solo conocían el castóreo; la secreción grasienta del castor), son considerados incluso fétidos, tal y como hace Virgilio, o son directamente clasificados como malos olores,  en opinión de Lucrecio.

    Fue a partir del año 143 de la Hégira (760 d.C.) cuando los árabes más eminentes empezaron a sustituir las tradiciones orales con las que solían transmitir su historia por el soporte escrito. La memoria y percepción subjetiva de los acontecimientos dejo paso a la indeleble grafía de la escritura, de esta manera los árabes no solo dejaron testimonio de su propia experiencia vital, sino que ayudaron a transmitir el pensamiento de la antigüedad grecolatina. Buena parte de este acerbo se hubiera perdido para Occidente si los sabios musulmanes no se hubieran ocupado de activar su poso y transmitirlo a través, entre otros, del territorio de al-Ándalus. Astronomía, astrología y matemática ocupan aproximadamente la mitad del capital científico recuperado del pasado, pero no hay que perder de vista a la medicina árabe, cuyas traducciones de los textos clásicos eran más fiables que las latinas. Las fuentes no solo se preocuparon de completar al antidotario, rellenando sus lagunas con los conocimientos pretéritos, sino que también se comprometió con los formulados que hicieran posible su prescripción y toma, recuperando el extenso recetario de pastillas, bebidas, linimentos, electuarios, polvos, píldoras, decocciones, gargarismos, pesarios, cataplasmas y supositorios, ungüentos, aceites, fomentos, embrocaciones y lociones. Esta base empírica les permitió desarrollar también formatos propios como los julepes ─ mezcla de jarabe y agua destilada ─, jarabes y elixires. Abogaron por el recubrimiento de las píldoras con oro y plata e introdujeron el cristal como objeto esencial en la farmacia por su trasparencia, estabilidad y limpieza. Aspecto este último en el que un sabio como Avicena insiste con tenacidad, consciente de la alteración en el resultado final de las fórmulas debido a la contaminación no prevista. Otro tanto debemos de decir de la alquimia, etapa previa al estudio y transformación de los materiales vía sublimación, condensación o destilación, siendo la civilización árabe el hilo conductor por su posición geográfica y por los frecuentes contactos con el medio y el extremo oriente, aprovechando la natural inclinación de los sabios chinos por el estudio de los minerales. Es imposible pasar por alto la obra de Dioscórides: De Materia Medica como precursora de la farmacopea, inspiradora en parte de la botánica geopónica islámica responsable de la activación de la agricultura y de su explotación, así como el estudio de los llamados simples, principios activos por sí mismos e incorporados a la farmacopea y la química con numerosas aplicaciones prácticas en el textil, la industria de la piel y la cosmética. Esta última, y aunque carezca de base descriptiva sólida y científicamente consistente, alcanza por mera praxis unas cotas elevadísimas de competencia y resolución gracias a la implementación que de ella hicieron numerosos eruditos árabes y andalusíes. El primer libro sobre historia de la farmacia, en torno al siglo X fue Kitâb al-dukan  de Said ibn Abd Rabbi-hi que murió en Córdoba en el año 954.


    Los árabes utilizaron la Península como plataforma para introducir el papel en Occidente, siendo la ciudad e Alcira en 1071 donde al parecer se elaboró por primera la pasta de papel. También las ciudades de Córdoba, Sevilla y Almería fueron pioneras en la elaboración de la seda en Europa. Conocían bien el valor del perfume; Ibn Battuta (1304 ca 1368), tangerino, que peregrinó cuatro veces a La Meca, sabía que unos pocos frasquitos de aroma valían tanto como el oro. Ibn Battutta no fue solo un devoto musulmán, fue un viajero excepcional cuya epopeya medieval ha quedado en parte mediatizada por la popularidad de los hermanos Polo, los más de cien mil kilómetros recorridos a lo largo de sus numerosos viajes reclaman el reconocimiento que la historia oficial le ha escamoteado. Viajó por todo el Golfo Pérsico, Constantinopla, India, Ceilán, China, también por la España musulmana.  Partiendo de Ceuta se adentró el continente negro hasta Sudán y Malí en una tierra en la que los viajeros no precisaban llevar cargamento alguno, ni monedas, ni oro ni plata, ni víveres, solo unas cuentas de vidrio, sal y perfumes (clavo, almáciga e incienso) con eso pagan todo. Lo dejan en el suelo se retiran y al poco empiezan a aparecer hombres de color que pagan en oro la mercancía depositada en el suelo A esta práctica se la conocía como el comercio silencioso y los perfumes se pagaban muy bien.


    
     
Perfumero de origen egipcio. S. XIII. Lacasamundo.com
Perfumero de origen egipcio. S. XIII

    
En la Alhambra. Rudolf Ernst. Lacasamundo.com
En la Alhambra. Rudolf Ernst.

     

   


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