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Acerca del Perfume y el Olor

Este es nuestro trabajo más elaborado. Nos ocupamos del perfume y del olor: ese maravilloso sentido que es el olfato; una compleja estructura puesta al servicio de nuestros instintos más primarios, pero tambien de nuestra imaginación. ¿Qué es el olor? ¿Cómo olía Alejandro Magno? ¿Cual era el perfume favorito de Julio Cesar? ¿Quién fue el primer perfumista de la Historia? ¿Cómo falsificar en el siglo X un perfume en la ciudad de Bagdad? A estas y otras muchas cuestiones responde este ensayo novelado del que estamos muy orgullosos. Está publicado en Amazón.

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La apasionante vida de las hormigas. Amor y guerra en el hormiguero

La vida de Sonia no es nada fácil. Su madre no la puede atender como ella se merece. No es de extrañar, Sonia tiene veinte millones de hermanos. Sonia es una hormiga y la sorprendemos en un momento importante de su vida: se muda de casa. Esta es la Primera Parte de un viaje al mundo de las hormigas del que nos encontramos tan satisfechos que se encuentra entre nuestros favoritos. No es para menos, estos seres diminutos serían los dueños del planeta si no tuvieran tantos enemigos. La fotografía es de Andrey Pavlov

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Parsis: la religión amable

Son los Parsis, una comunidad religiosa que viajó desde Persia (Iran) hasta la India hace de ello mil años. Son muy pocos; una gota entre un océano de Hindúes, pero tienen un extraordinario poder económico, industrial y cultural en este formidable país. Su religión se pierde en la memoria de la humanidad. Su Dios se llama Aura-Mazda y su profeta, Zaratustra. Practican una religión amable y solidaria que tiene, en cambio, reservado el derecho de admisión; no hacen apostolado, de tal forma que solo es Parsi quién nace Parsi. Los perritos son para ellos animales sagrados........

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Acerca del Perfume y el Olor. Nuestro mejor trabajo

Este es nuestro trabajo más elaborado. Nos ocupamos del perfume y del olor: ese maravilloso sentido que es el olfato; una compleja estructura puesta al servicio de nuestros instintos más primarios, pero tambien de nuestra imaginación. ¿Qué es el olor? ¿Cómo olía Alejandro Magno? ¿Cual era el perfume favorito de Julio Cesar? ¿Quién fue el primer perfumista de la Historia? ¿Cómo falsificar en el siglo X un perfume en la ciudad de Bagdad? A estas y otras muchas cuestiones responde este ensayo novelado del que estamos muy orgullosos. Está publicado en Amazón.

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Marca España: Una historia de ovejitas

La epopeya de esta ovejita no tiene nombre. Fueron dueñas de La Península Ibérica durante siglos. Cuidadas y mimadas hasta la extenuación. Protegidas con celo por Reyes y pastores pues su lana se consideraba y se considera única. Víctima de secuestros y tráfico ilegal con el proposito de conseguir suficientes ejemplares para asegurarse su reproducción. Estimada como pocas especies en Argentina y Australia. Es una institución en Nueva Zelanda donde ya la consideran una especie propia. Es la oveja merina española, un animalito que ha conquistado el mundo. La foto es de National Geographic

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Historia de un asesino. Un sicario del siglo XVII

 



YA REPARASTE

Un Sicario del siglo XVII



El hombrecillo le miraba con pavor. Llevaba la cruz de Calatrava cosida en su capa y temblaba como un pajarillo entre sus manos, tendido de bruces sobre el suelo. Justo Guevara lo había inmovilizado y rebuscaba con buen oficio en la nuca del infeliz el lecho por el que hacer penetrar su estilete.

— Estate tranquilo – le susurraba – Vas a morir y lo sabes. Es inevitable.

— ¡Favor! – suplicaba la víctima.

— Si te estas quieto ni lo sentirás. Palabra de Justo Guevara. Por muchos que hayan sido tus pecados no irás más allá del Purgatorio. Te he dejado rezar y pagaré dos misas por tu alma.

— Espera. Toma mi bolsa de oro – replicó su víctima, resignado ante el destino – He oído hablar de tu buen hacer. Bien sé que no puedo comprar mi vida, pues no te dejas sobornar. Dentro de la bolsa encontrarás un papel doblado en el que hay escrito un nombre. Prométeme que el oro de mi bolsa servirá para comprar tu brazo; debes dar muerte a esa persona. ¡Prométemelo!

— Sea. Prometido. Pero ahora vamos a lo nuestro

                Justo Guevara tenía fama de ser el mejor asesino de la Corte. Admirado y temido a partes iguales, había alquilado su brazo al odio, al rencor, a toda pasión humana. No desdeñaba la envidia de los modestos ni tampoco despreciaba el orgullo de los grandes. Se abstenía, eso sí, de juzgar la decencia de sus encargos, la catadura de sus pagadores, la discutible justicia que de su mano salía. Trabajaba mecánicamente y cumplía. Todos sabían que un contrato establecido con él era una sentencia inapelable.

Tenaz y silente, podía acechar durante mucho tiempo al infeliz, dándose incluso el caso de ejecutarlo seis meses después de haber fallecido el pagador de aquel crimen. Nunca empleaba medios silentes y femeninos, conocía la eficacia del veneno, pero él mataba a hierro. Serio y profesional, Justo se tenía en alta estima y aunque se sentía razonablemente seguro, nunca se le ocurrió despreciar a aquellos que decían admirarle. Por precaución nunca descuidaba su espalda, caminaba pegado a las fachadas de las casas y detestaba las muchedumbres.

Sabía de qué iba la vida, y ya hacía mucho tiempo que había decidido no atormentarse con su frugal consistencia. Vivía cómodo y vivía bien, sin penuria alguna. Su posesión más estimada la constituía un estilete de hoja finísima y empuñadura de plata del cual se servía para su oficio. La huella de cada uno de sus crímenes había quedado en él marcada. Siendo siete sus víctimas, siete eran las muescas que lucía la pieza. Le habían ofrecido una autentica fortuna por su venta, ya que, entre los de su oficio, se sostenía que el arma era tan eficaz que de alguna manera sabía por qué parte de la nuca la resistencia del hueso era menor. Así parecía ser en efecto, aunque no parece conveniente despreciar la gran habilidad y la mano firme de Justo Guevara que fulminaba sin un grito de dolor a cada uno de los hombres a los que había matado.

Pese a la infamia de su oficio era un hombre temeroso de Dios, compasivo y nada cruel. Mataba sin saña alguna y tenía buen cuidado de hacer la señal de la cruz en el pecho de sus víctimas antes de que éstas expiraran. Se ocupaba también de pagar dos misas por el alma de aquellos desdichados, a las cuales, solía acudir invariablemente.

Disponía en torno a su cuello de una bolsita a la que él llamaba «la del tesón» porque contenía esta el nombre de los sujetos a los que debía matar, la fecha en la que les había dado muerte y el precio por ello cobrado. Su cabeza, como se ve, estaba ordenada con cierto rigor contable, controlaba sus sentimientos porque paradójicamente odiaba el exceso y el desorden.

Cierto día, afecto como era a la silenciosa reflexión de los templos y buscando también el perdón de sus pecados, acudió muy de mañana a la Iglesia de... cuyo Cristo, labrado en una talla pequeñita, le era particularmente querida.  Nada en el mundo le sobrecogía tanto como la quietud de las iglesias, pero aquella mañana, como he dicho, lo que se le sirvió más bien para el goce de sus sentidos fue el rostro bellísimo de una joven arrodillada ante la imagen del Cristo. Rezaba la misma con fervor, absorta y ensimismada. Esa intimidad de la mujer respecto a sus propios pensamientos le pareció a Justo Guevara tan hermoso como el resto de la arquitectura de su rostro, el auditorio de sus pechos y la limpia pureza de sus manos. Justo temía que el febril latido de su corazón rebotando por debajo de sus costillas le delatara. Confuso al principio, esquivo por naturaleza a la fuerza de sus instintos, intentó apartar de ella la mirada, mas no pudo y decidió abandonarse a la grata contemplación de aquel hermoso rostro.

Él no lo sabía, pero aquí se dirimía la derrota del más afamado matador de la Corte. «Repara en mí», murmuraba. «Repara en mí», insistía aquella alma que empezaba a enajenarse ya por la fuerza del amor.

No hubo tal cosa, al cabo de un rato ella se incorporó para mostrarle, eso sí, toda la fuerza de un cuerpo que Justo      Guevara quería hacer suyo pero que no era suyo. Turbado, casi febril, transformándose rápidamente su espíritu apacible en una tormenta de emociones, se le ocurrió pensar que aquella mujer había sido puesta en el mundo sólo para él y que suya sería.

Aquella noche le pareció que un trozo de su corazón se había hospedado en el pecho de aquella desconocida. Agitado, obsesionado por el breve pero intenso recuerdo que de ella tenía e inquieto por aquel duermevela que le impedía conciliar el sueño, resolvió acudir al templo a la mañana siguiente y seguirla con precaución.

Ella estaba allí, arrodillada como la jornada anterior ante la talla pequeñita del Cristo. «Repara en mí. Repara en mí». Suplicaba una vez más en silencio Justo Guevara. Pero ella ausente, como inalcanzable en su esplendor, le ofreció la indiferencia como respuesta.

Le temblaban las piernas mientras la seguía, le latían las venas de las sienes, las palmas de sus manos húmedas, la respiración entrecortada. Ahogándose en ese potaje de dicha y desaliento en el que se iba como condimentando su alma. Supliciado sobre todo ante aquel amor esquivo y sordo. Le parecía imposible que el estruendo de sus emociones no llegara a sus oídos.

Le sublevaba que su presencia, ya insistente durante todos los días ante el balcón de su casa, no hubiera sido por ella advertido, y que pasara altiva, bellísima junto al dominio de aquel   espíritu que se abrasaba en la llama de la pasión. Siempre acompañada por algún pretendiente y decididamente complacida de los duelos que en su nombre se dirimían. Pareciera que un perro rabioso le estuviera devorando las entrañas cada vez que la sorprendía frívola, coqueta, dejándose querer.

El amor aquel era un tormento, una fiebre seca. A pesar de ello, su orgullo; terrible, le impedía hacer más explícitas sus intenciones. Se negaba a humillarse como aquella nube de pretendientes que la dama había satelizado en torno a su impecable hermosura. Rendido, pero no indigno ante aquellos irresistibles ojos de un negro vertiginoso que parecían dejar en el espacio como relicarios de pasión. Ese sutil sendero de vagas promesas que sólo el alma femenina sabe fabricar a conciencia para que en ella se enrede la torpe fogosidad de los hombres.

Primavera, verano, invierno, otra vez primavera. Esa extraña persistencia de las estaciones. Lo que de Justo Guevara quedaba era sólo un mero estropicio. Nada apuntaba aquella apostura que lo hizo afamado y temido en la Corte; descuidado, inatento a sus obligaciones más elementales, sucio incluso. De mirada ya descarriada, se emborrachaba con su propia sensación de fracaso, en su caso el amor parecía haberle pasado por encima como un huracán. Pero firme, orgulloso, de piedra se diría. Ni una sola vez hizo intención de presentarse a la dama e invariablemente utilizaba el embozo de su capa para ocultar su identidad. «Repara en mí».

Pero ello no reparó.

Justo Guevara, herido en lo más profunda de su alma y con el corazón hecho trizas, decidió por fin abandonar aquella esperanza que tanto le prometía pero que tan poco le había dado. Desolado y vencido manejaba un género de frustración a la que no estaba acostumbrado. Su cuerpo, firme en el crimen, se veía ahora incapaz de seducir a una mujer. No había consuelo posible ante semejante fracaso y él no hizo intención alguna de buscarlo.

Se celebraban por entonces en la Corte las fiestas de la pasión de Cristo. Atormentado por aquel dolor insufrible que parecía hospedarse en la misma infraestructura de su alma determinó hacerse penitente. Buscando en el sufrimiento físico un bálsamo para aquella agonía interna que lo iba consumiendo. De tal forma que con su espalda descubierta y provisto de una vara de abedul paseó casi con alivio su pesar por las calles de la Corte.

Golpeaba con violencia su piel y resistía entero el dolor de sus heridas abiertas. La sangre le escurría por las piernas y empezaba a nublársele la vista. Aquella atroz tortura le parecía a él incluso hasta más llevadera porque era el resultado de una herida que acabaría por cicatrizar con el tiempo. De pronto, y de entre el mucho público que contemplaba aquella procesión de arrepentidos, observó él aquellos ojos, aquel rostro de mujer por el que tanto había penado. Deteniéndose entonces a su altura golpeó Justo Guevara aún con más rabia su ya flagelada espalda, de forma que una gota de su sangre fue a caer sobre la mejilla de la mujer que lo miraba, ahora sí, fijamente a los ojos. Aturdido y débil por la cuantiosa pérdida de sangre, supo él, antes de desvanecerse que aquella mirada bien merecía todo el sufrimiento pasado.

Ya reparaste.

Y en efecto, al cabo de un año Justo Guevara no guardaba de lo antedicho más que un lejano recuerdo. Desposado con aquella que tanto le había hecho padecer, era dichoso y feliz. Los días trascurrían en una dulce evocación del cuerpo del otro, esa turbulenta disposición en la que coloca el amor a los enamorados. Ausentes de todo cuanto les rodeaba, se diría que puramente… embobados.

Cierto día recordó nuestro hombre aquel compromiso incumplido que había establecido con la última de sus víctimas. Fogoso en el amor, no había perdido sin embargo un ápice de su sentido del deber. De su «bolsita del tesón» extrajo entonces el papel con el nombre de su próxima víctima, toda vez que el encargo había sido ya pagado «in extremis» por aquel caballero al que diera muerte. Mitad curioso y también inquieto se le ocurrió desplegar aquel insignificante papelillo para descubrir, horrorizado, que el nombre aquel no era más que el de su muy amada mujer.

Se dice en la Corte que Justo Guevara es el más profesional de entre todos los de su oficio. Su estilete tiene ya ocho marcas resultado de...

            Fin del «ya reparaste»



Tomás de Veracruz


La serie FICCIONES tiene Registro de la Propiedad Intelectual


  

LA SIESTA. Elogio y gloria de una sana costumbre española. Historia social de la cama




 LA SIESTA, PREJUICIO O PLACER


        Aunque solo el 18 por ciento de la población española practica a diario la siesta, mayoritariamente ancianos, aún hay quien piensa que el país se detiene entre los dos y las seis de la tarde. Curiosamente esta hora: las seis, establece según la mayoría de las fuentes, el origen de la voz siesta, pues era la hora sexta, el momento de mayor temperatura en los días de verano,  cuando los romanos resolvían tomarse un respiro.

         El descanso es el principal compromiso del lecho con nuestra naturaleza. A lo largo de la historia ha existido una conflictiva convivencia entre el sueño, tenido como una necesidad fisiológica, y el sueño como pasión incontinente que domina la naturaleza de las personas, abocándolas a la apatía y la desolación moral. La cama adquiere un estatuto distorsionador convirtiéndose en el soporte de comportamientos socialmente censurables; pereza, molicie e indolencia acompañan a aquel que abusa de la cama. Un aspecto hasta hace bien poco denostable y que contribuía a alimentar ideas preestablecidas sobre ciertas costumbres contrarias a los valores de la ética burguesa, es aquella que hacía referencia a la siesta como elemento contaminante en la diligencia de los pueblos. Se entiende por siesta aquel descanso que, en determinadas culturas, establece una pausa en periodos diurnos tenidos como activos y cuyos beneficios en la salud se tienen hoy adecuadamente explicitados , pero que en su momento sirvieron para prejuzgar comportamientos ociosos. La siesta no ha tenido buena prensa a lo largo de la historia, sobre todo porque era la consecuencia lógica de una vida cargada de excesos, los grandes comedores afrontaban la siesta como un segundo descanso del día. Chandragupta (340-293 a.C.), del que hace poco hemos hablado y que fue uno de los grandes monarcas de la antigua India, decía que un rey jamás debía de dormir la siesta porque, en general, el sueño era una pérdida de tiempo. La siesta llegó a ser tenida como una enfermedad, al menos este es el tenor de las cartas de un ilustrado argentino cuando se refería a las prolongadas siestas coloniales de hasta cinco horas en el interior del país, que a su juicio eran símbolo de atraso y manifestación de muerte . Incluso hay personajes que en nada desdicen el carácter propio de la siesta como expresión de la indolencia máxima, que es en este caso la abulia eslava de Oblómov (1) , que aún permanece en bata a las doce del mediodía. Sus mejores recuerdos giran en torno a las tardes de siesta de su infancia en las que toda Rusia: señores y campesinos, quedaban aletargados por la siesta del verano. Alemania y otros países del norte de Europa, rendidos ante las virtudes de la ética del trabajo, han sido tradicionalmente muy críticos con su práctica y señalan explícitamente esta costumbre como una frivolidad propia de países hedónicos, como los mediterráneos, y ello contra toda evidencia, pues las estadísticas sugieren que son los países del norte de Europa, alemanes entre ellos, los que más horas del día dedican al descanso. La ecuación entre siesta y laboriosidad quedó seriamente cuestionada cuando una cultura como la japonesa, que ha hecho del trabajo una religión, empezó a adoptar sutiles aproximaciones al descanso diurno. De hecho, esta pausa que el japonés se toma en su dura jornada laboral está guionizada, como buena parte del comportamiento social nipón. Recibe el nombre propio de inemuri y su significado tiene más que ver con: sueño ligero o dormir vigilante. Japón es un país con un déficit de sueño importante, largas jornadas laborales y actividad social intensa tras las mismas, restan horas de sueño, lo que convierte al país, junto a Corea, en el más insomne del planeta. Esto quiebra frecuentemente la resistencia y empuja al japonés a imponerse un receso en su actividad. El inemuri no suele durar más de media hora y se suele practicar en lugares públicos como los transportes, parques e incluso en el mismo puesto de trabajo. El inemuri no acarrea sanción social ni reprobación alguna, es más, prestigia a quien lo practica, porque expresa el alcance de su compromiso con el sistema ya que apunta a un sujeto que ha llegado a tal punto de agotamiento que precisa tomarse una pausa. En un pueblo que vive para los demás, el inemuri es una forma elíptica de mostrar sus virtudes sin forzar la modestia, tenida también como otro admirable valor social. Otro recinto territorial en el que la siesta ha recuperado el crepuscular renombre que tuvo en los Estados del Sur, son los Estados Unidos, donde desde 1999 se celebra el National Napping Day, o día de la siesta, cuyos promotores intentan recuperar el prestigio de un hábito que, tomado con moderación, proporciona buenos resultados para la salud, de hecho casi el 25% de los trabajadores americanos confiesa practicarla a diario. Winston Churchill gestionó la defensa de Inglaterra en la II Guerra Mundial sin privarse de una reparadora siesta, denostando con su costumbre un prejuicio arcaico que les hizo  ignorar este gozoso episodio de ensoñación, replanteándose sus inhibiciones culturales  y mostrándose permeables a su ejercicio. España puede haber sido el país que inventó la siesta y ha sufrido por ello importantes denuestos , pero ya se sabe que la venganza se sirve en frío y el tiempo nos ha dado la razón. Bien cierto que su ejercicio debe evitar el abuso patológico al que invitaba Camilo José Cela (1916-2002), que decía tomarla provisto de orinal y pijama. Tanto su práctica como las llamadas a la moderación debían de ser muy antiguas, pues Don Juan Manuel (1282-1348), por cuyas venas corría la sangre real(2), pero que encontró en la literatura su medio de expresión, aceptaba a regañadientes la siesta, pues robaba horas al sueño y solo la daba por buena si se ejercía con tiento. Del mismo tenor parecen ser las directrices marcadas por las reglas monásticas de San Benito que, en su extremo rigor, concedían a los monjes la posibilidad de un pequeño descanso al mediodía, destinado a aliviar el peso somnoliento de los grandes madrugones. Existía hasta una forma de preparar la cama para la siesta, se llamaba levantar la cama, era un adecentamiento menor que el destinado al sueño nocturno y que aparece referido en la literatura costumbrista de finales del XIX en España. Destacados prohombres se rindieron ante los placeres de este descanso robado al día: Salvador Dalí, T. Alba Edison y Leonardo Da Vinci, por ejemplo.
      


(1) Oblómov (1859)  Iván A. Goncharov.
(2) Era sobrino de Alfonso X el sabio  


Este texto pertenece  a la obra «Historia social de la cama» de próxima aparición y posee registro de la propiedad intelectual. De emplearse, tengan la bondad de citar origen.







Luca (Lucca). Una Muralla. Una ciudad. Vivir Italia

 



Luca una ciudad medieval


Nosotros también estamos de vacaciones, pero hemos programado esta entrada para el verano. Es un poco antigua, pero muy apropiada para estas fechas.



Septiembre de 2010



     En 1860 un viajero español, Pedro Antonio de Alarcón, en viaje desde Pisa a Florencia, y a la vista de las murallas de Lucca, decide detenerse en la ciudad. Sus motivos son más bien técnicos, desea llegar a Florencia con las primeras luces del día y determina pasar la noche en la ciudad de Lucca. Viene de muy lejos, se ha recorrido casi toda Italia y sus impresiones las va recogiendo en un libro de viajes que alcanzará la considerable suma de 400 páginas. Se alberga en el Palazzo Della Croce di Malta, un negocio que aún existe, pero ya como edificio de apartamentos. Lamentándose de que los usos de estas tierras le envíen a la cama a las nueve de la noche, hora en la que en España se suele empezar a cenar. Se duerme, más bien inquieto, pues a la mañana siguiente debe tomar el ferrocarril que le llevará en tres horas a Florencia. Su estancia en la ciudad sólo le ocupa una página y media de su diario de viaje. Este parece ser el destino de una ciudad como Lucca, intentando hacerse un hueco fratricida entre Siena y Pisa, y definitivamente resignada ante las luces de Florencia.

     Afortunada Lucca en esa su casi irrelevancia. Si no fuera por las murallas que la abrazan, pudiera perfectamente haberse confundido con la feroz foresta que la rodea. Las murallas de Lucca tienen una notable personalidad, modestas en comparación con el descomunal despropósito de la muralla China, y en la línea de las de Carcasona o las de Ávila, tan nuestras estas últimas,  tan recias. Las murallas de Lucca han perdido toda ferocidad, toda intención belicosa, son más bien un paseo agradable y reposado por todo el perímetro de la ciudad. Más de cuatro kilómetros que, recorridos a pie, se hacen cortos. Protegidos los días de sol inclemente por un pasillo de plátanos, acacias y álamos, árboles de proporciones formidables. Tal es así que el diseño de la muralla parece que, en algunos de sus tramos, tiene sólo por objeto garantizar la integridad de estos colosos vegetales, arraigados principalmente en los baluartes, once fortificaciones con forma de flecha añadidos a la muralla y que, a vista de pájaro, son absolutamente inofensivos pues parecen parques urbanos.

     La muralla es utilizada por propios y extraños como circuito urbano, peatones y bicicletas. El tráfico privado está prohibido, por supuesto, aunque las crónicas decimonónicas hablan del uso que hacían de esta plataforma los carruajes y los jinetes; los “liones” de Lucca que perseguían galantemente a las damas, tal es su anchura. Carece de almenas y quiero pensar que su mera presencia  ha salvado a la ciudad en varias ocasiones a lo largo de su historia, porque acoso, lo que se dice acoso, Lucca no ha tenido en toda su historia. Y eso que uno de sus hijos predilectos era Castruccio Castracani, un condotiero de esos que solían hacer la guerra “a gritos” y  al que Maquiavelo biografió.  La popularidad de la que hace gala parece el homenaje permanente de los luqueses a sus buenos servicios a la ciudad. Aunque la gobernara como un déspota, según algunos.

     Aún hoy entre la muralla y los primeros árboles se abre una pradera de 500 metros de anchura sin vegetación alguna. Todos los árboles fueron talados con el fin de que los eventuales agresores no pudieran refugiarse tras de ellos para agredir a la ciudad, y así se ha conservado.  Lucca dispuso, muy al uso italiano, de más de cien torres y hasta de una guardia suiza, como el Vaticano, formada por sesenta mozos de los cantones católicos de Suiza que fue disuelta en el siglo XVII.

     Dicen que Italia tiene clima Mediterráneo, yo no lo veo por ningún lado. Será que no conozco toda Italia, pero aquí, en Lucca, que luce unas extensas y abundantes praderas verdes y unos bosques formidables, decididamente no hay clima mediterráneo. Llueve siempre y en verano cada seis o siete días. Y no son cuatro gotas, llueve torrencialmente, una tormenta detrás de otra. Hasta el extremo de que la autopista que une Lucca con Florencia queda colapsada no solo por la densidad del tráfico y la mala visibilidad, sino porque los coches, y también los camiones, buscan refugio al pedrusco bajo los puentes que cruzan la autopista.           

     Llueve de lo lindo y además lo ha hecho siempre.  Florencia, a 60  kilómetros de Lucca, es famosa entre otras muchas cosas por las acometidas del Arno -su río- a la integridad de la ciudad. El año 1966 es famoso porque el Arno desbordó las barreras e inundó la ciudad provocando una emergencia artística internacional al destruir infinidad de obras de arte. Este fue un episodio de la fuerza del agua en Florencia, pero la del 1547  debió de ser peor, a juzgar por las marcas que lucen las fachadas florentinas de la plaza de la Santa Croce que indican la altura que alcanzó el agua. Lucca, como su vecina Florencia, es también veterana en ríos desbocados, sus murallas no solo le han dado tranquilidad y confianza, sino que también en 1812 han frenado las aguas  de su más que enérgico río Serchio.

      Ya hemos dicho que la historia ha sido benevolente con la ciudad, no ha sufrido asedios dolorosos pese a lo que puedan decir estas murallas. A principios del siglo XIX los franceses se encapricharon de los cañones que se distribuían por las fortificaciones y se los llevaron, aunque otros atribuyen a los austriacos la autoría de este expolio. Su periplo bélico más reciente lo cierran los ingleses. Mil de ellos desembarcaron en la cercana playa de Viareggio y pusieron cerco a la ciudad, la cual rindieron tras disparar un cañonazo.

     Lucca en cambio no se ha rendido ante el nuevo bárbaro del siglo XX, el automóvil. Es una ciudad vietato al tráfico, porque, aunque circular por la ciudad está permitido a los residentes, parece de mal tono utilizar el automóvil por sus calles, y es la bicicleta la reina de estas, planas como la palma de la mano. La bicicleta la utilizan viejos, adultos y jóvenes (y ahora que lo pienso no he visto ningún niño en bicicleta) con parabrisas incluido, los niños pequeños encajados en la cesta del manillar. Una curiosa manera de identificar a los escasos turistas españoles en esta ciudad consiste en reconocerlos por el uso del casco y el chaleco reflectante, artilugios que aquí no utiliza prácticamente nadie. Dentro de las murallas se puede aparcar, eso sí, en los lugares habilitados a tal efecto y a 1,50 euros la hora (tarifas 2010), se paga de 8:00 a 20:00. Incluidos festivos. Calcula pues, unos 18 euros por día sin vigilancia alguna. Si lo deseas, y un poco más económico, tienes los aparcamientos extramuros, algo alejados del centro. Supongo que los hoteles dispondrán de aparcamientos concertados o propios, pero son también de pago.

     Luca es vecina de la orgullosa Florencia, pero esta proximidad la lleva sin complejo alguno. El alma luquense es medieval, el de Florencia renacentista. Me explico, vive mejor agazapada y pasando algo desapercibida que mostrando su oficio para ser devorada por multitudes de turistas, a estas alturas ya sólo ávidos de cargar la memoria de sus cámaras o la galería de sus móviles como parece suceder en Florencia. Aquí, en Lucca no se impone la cartografía del turista tipo, uniformado con zapatillas de deporte, peregrino ante solemnes monumentos y provisto de paciencia infinita. Aguantando horas, hasta una mañana entera en la puerta de los Uffizi , y tras dejarse las piernas en los incómodos escalones del museo, dar por concluida la visita en 40 ó 60 minutos. En Lucca no hay aglomeraciones, excepto en la catedral de San Martín, donde se puede contemplar la Santa Faz, el que dicen que es el verdadero rostro de Cristo. La Santa Faz junto a la Sábana Santa y la Virgen de Guadalupe, constituyen las tres obras aqueropitas (no son obras debidas al trabajo del hombre) que se tienen como tales en la cristiandad. El rostro de Cristo es de una belleza especial. Los italianos no se permiten ningún rigor histórico que pase por la fealdad, aunque esto les obligue a faltar a la verdad. Ese gusto por la fealdad que practican algunos pueblos es indecoroso para los italianos. 

    Luca tuvo la suerte de permanecer alejada de los itinerarios del Gran Tour, ese periplo que desde el siglo XVIII hasta principios del XX se impusieron las clases más adineradas de Europa, y que fijó como destino preferente la Península italiana. Pocos países en el mundo pueden presumir de una herencia artística como la de esta nación. Florencia, Roma, y en su momento, una extensión a Nápoles, incluida Pompeya (hoy este desvío es muy limitado), eran destinos que se tenían como inexcusables. Goethe, que viajó durante un año por Italia, se veía a sí mismo como un peregrino estupefacto ante el derroche de belleza. Los italianos, como los árabes, creen que la belleza está en la mente de Dios, por lo tanto toda obra de su agrado debe de participar de esta cualidad. Las murallas de Luca la defendieron incluso de ese primigenio y económicamente potente turismo aristocrático. La referida Florencia, pero también Siena o Pisa, desviaron a la ciudad de la ruta principal, no obstante a su alrededor se erigieron los más refinados balnearios destinados a albergar un turismo de muy alto poder adquisitivo. Montecatini Terme, a escasos 33 kilómetros de Luca es una visita casi obligada porque presenta el extraño encanto de las ciudades que han entrado en decadencia económica, pero que conservan su esplendor como un valor intemporal y un brillo marchito, la arquitectura de sus termas puede perfectamente transportarte a aquellas otras, próximas a Roma, y que en su caso sirvieron de refugio al emperador Adriano en su villa. 

    La ciudad no está lejos del mar y se encuentra próxima a  Pisa. Una ciudad,  esta última,  con la que mantiene una gran rivalidad y una prudente distancia en cuanto a la forma de gestionar un turismo masivo e incómodo, que ha hecho de Pisa un popular, ruidoso y enojoso destino. Probablemente menos conocida, aunque visible a muchos kilómetros, se encuentra una montaña eternamente blanca en la que solo nieva en invierno. Pero no es la nieve la que se ocupa de poner sello a su nombre, es el mármol de sus entrañas, gracias al cual han sido posibles incontables obras de arte tanto en la arquitectura como la escultura: el Moisés, el David o Laocoonte y sus hijos, por ejemplo. De estas estribaciones pertenecientes a los Alpes Apuanos se ha extraído desde hace milenios el mármol con el que Roma vistió sus palacios, empleaban técnicas de extracción mecánica para las que solo utilizaban madera y agua. Hasta aquí viajaba   el ceñudo Miguel Ángel para seleccionar personalmente los mármoles que dieran soporte, entre otros, a su trabajo más atormentado, el Moisés, esa estatua a la que solo le faltaba un soplo divino para cobrar vida. Me consta que existe la posibilidad de visitar las canteras. 

    Luca pertenece al selecto grupo de las ciudades del silencio, aún es posible pasear por sus calles antes del ocaso acompañados solo por el sonido de nuestros pasos y el trinar nervioso de los pájaros. Podemos hasta imaginar el quehacer laborioso de aquella ciudad, urdida gracias al trabajo de numerosos artesanos y comerciantes que hicieron del Norte de Italia la zona más rica de Europa en el ya lejano siglo XIII. Muchos de estos hombres fueron personajes anónimos, la discreción, por lo general suele avencindarse bien con la laboriosidad, pero otros no resistieron la tentación jactanciosa de mostrar su éxito a la posteridad. Hablo de un ilustre Lucchesi: Giovanni Arnolfini, que sirvió como modelo, junto a su mujer, para el pintor Jan Van Eyck en el celebérrimo cuadro titulado el matrimonio Arnolfini. Otros ilustres luqueses resistieron la emigración y quisieron poner de manifiesto ante sus vecinos el relevante status de sus familias, para lo cual, sembraron el recinto amurallado con torres, a cual más alta, significando así su relevancia. De estas torres, llegaron a ser más de cuarenta, quedan ya pocas erguidas, pero una de ellas; la Torre Guinigi, da fe del empeño. Es una ciudad limpia, aunque algo radicalizada en aspectos relativos a la gestión ambiental, toda Italia sufre una fiebre de fundamentalismo ecologista que se refleja particularmente en un sistema de recogida de basuras confuso que requiere casi capítulo aparte. Es tan engorroso que el Ayuntamiento se ha ocupado de repartir una hoja con instrucciones que yo no he acabado de entender. La basura se saca de 6 a 9, imagino que en horario de tarde, aunque no se precisa. La basura orgánica se saca en bolsa de papel, y no todos los días de la semana(¡ojo cuando compras el pescado¡). Otro día, y en bolsa de plástico,  la reciclable, y otro día la no reciclable, también en bolsa de plástico.  Dividida la ciudad en dos zonas, la basura (spazattura creo que se dice en italiano), cuando se recoge en una no se recoge en la otra. Complicado,  pero el civismo de Lucca funciona. ¡Y cómo lo hace! Incluso en las bolsas de basura se dejan notas fijadas con celofán al plástico, precisando, pienso yo, el contenido de la bolsita. Qué distinto de los túneles que dan acceso a la costa Amalfitana en el lejano Nápoles, cubiertos de bolsas negras rebosantes de spazattura. Obviamente el empleo del tiempo es totalmente distinto al nuestro. Benditos sean ellos

     Otra actividad que  no podéis perderos es el menudeo de escaparates. Discretos, pero de una elegancia que impresiona. Por ejemplo, el de una agencia inmobiliaria que tenía enmarcados cada una de sus ofertas tanto para venta o alquiler, iluminados individualmente cual si fueran cuadros de exposición. Es más que notable el contraste con esos descuidados comercios de compra-venta de pisos de nuestras ciudades. Una dimensión especial es la que refiere a las fruterías, que además de competir en la calidad del género lo hacen, si cabe, con mayor esmero en la equilibrada disposición de sus productos . Otro tanto cabría decir de los ultramarinos, parecen bodegones de Rubens, cuidan hasta el contraste de la mercancía, colocando las judías blancas junto al queso de corteza oscura. La distribución de comercios en función de su actividad parece responder a algún criterio estético; la librería en la calle Roma, por ejemplo, un precioso local abovedado que dispone de cafetería porque dicen los italianos que el olor a café estimula la lectura. Me acuerdo de una pollería en  la calle principal que no desentona en absoluto con la distinción que se exige a tan privilegiada ubicación, visto que el turismo culinario ya se postula  tan  instructivo como la visita a cualquier museo. La pollería, además, está limpia como una patena, podías rebuscar las botellas de vino que también vendía y ninguna tenía rastro de polvo. Los precios son razonables y el pollo te lo llevas limpio a casa tras una pasada por el soplete que utiliza ad hoc el pollero, y que le sirve para eliminar las plumas.

     No he visto precios indecentes en la ropa, hasta en eso tiene una dimensión más humana la ciudad. Y eso que aquí el personal es cuando menos igual de elegante que en Milán, pero sin duda menos fatuo. Lucca es zona próspera y de antiguo viene la alabanza a la laboriosidad de sus gentes que no dejan un palmo de tierra sin cultivar; cuando la cosecha les daba un respiro no permanecían ociosos, sino que emigraban a zonas próximas para regresar otra vez a trabajar la tierra que dejaron. No existe ese insultante espacio de los cotos de caza, ni tierras baldías, tan íbero, tan primitivo y falto de pedagogía social. Esta quizás es una tierra más generosa, más húmeda, superpoblada. Es inconcebible una heredad ociosa y un campesino haragán

     Tiene Luca uno de los mejores tomates que he probado en mi vida, de esos que por sí solos hacen un buen plato. Buen pescado, pequeño pero muy sabroso; la cerveza italiana entra bien, pero le falta cuerpo, buen vino “de diario” y no caro, pero el pan carece de entidad para el gusto español, yo juraría que le falta…….miga. Al fin y al cabo, ¡quién toma pan con la pasta ! En cuanto a los restaurantes es conveniente dejarse guiar por el sentido común, los de las calles principales son los más caros y la relación calidad precio no es la más adecuada; los mejores en las calles laterales y todos especializados en cocina italiana,  porque intramuros existe una normativa (datos 2010) que desestima la concesión de licencias a restaurantes de cocina extranjera. Esto es cierto y Lucca ha sido acusada por ello de practicar una suerte de racismo culinario. La cocina italiana es extraordinaria pero a veces los paladares españoles exigen aventurarse en territorios donde no esté presente la pasta.  De cuarenta a sesenta euros dos personas. Los hoteles son muy aceptables, aunque imponen una dictadura horaria para los refrigerios: desayuno, comida y cena que puede llegar a cansar. Por eso una opción más versátil es la proporcionada por  buenos apartamentos que te permiten liberarte de esa tiranía, y de paso, conocer sus mercados y tiendas de alimentación que suelen proporcionar testimonio real  sobre la cultura y el carácter de un pueblo frecuentemente más auténtico que el recogido en los museos. Y esta, a mi modo de ver, es la opción más aconsejable cuando vas a pasar más de 3 días en una ciudad. Teniendo en cuenta que el alquiler entre particulares a través de Internet a mí nunca me ha fallado (con las precauciones debidas). Y en el caso de Lucca aún más, porque cuando hay algún mal entendido de por medio, recibes la inestimable ayuda y colaboración de los luqueses que  prestan su queridísimo móvil, su tiempo y su interés en hacer tu estancia en Lucca lo más agradable posible.


Pd:

     ¡Qué imperdonable olvido el mío¡: Puccini, el compositor, era de Lucca. Vivió la mayor parte de su vida en Torre del Lago, cerca de Lucca y al sur de Viareggio. Y tiene una estatua muy cerca de la pollería que he mencionado. 

Author:

Jaime García: Es colaborador de Lacasamundo


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HISTORIA SOCIAL DE LA HIGIENE: LAS LAVANDERAS

 



ANTROPOLOGÍA Y FILOSOFÍA DE LA LIMPIEZA Y LA HIGIENE


        El fuego, la rueda y los clavos, suelen encabezar, por este orden, la lista de los grandes inventos de la humanidad. No encontraréis entre los primeros cien candidatos a liderar esta lista exclusiva un aparato que ayudó a liberar a la mitad de la especie humana de una servidumbre feroz; me refiero a la lavadora. Este aparato, que consiste básicamente en un cilindro que gira impulsado por un motor a velocidad variable, ha sido capaz de establecer una línea en la intendencia del hogar. Por un lado, ha permitido proporcionar a nuestras prendas de vestir una limpieza, y por lo tanto higiene, de la que antes carecían, pues no se lavaban todas las semanas, y por otro, ha sido capaz de ganar horas al día, pues la fatigosa actividad de la colada, es decir, todo aquello que conlleva el lavado de las prendas, requería hasta una jornada entera y 24 o 48 horas más para conseguir su secado atendiendo a la climatología. 


Paradójicamente, aunque cada vez nos vayamos liberando de trabajo físico, el mundo moderno es capaz de generar tales compromisos que este ahorro no se dedica a disfrutar del tiempo libre, sino que se invierte en obligaciones difusas que hacen los días más cortos y la vida más estresada. Pero esto es ya otra cuestión. Desde luego carecemos de la posibilidad de reeexperimentar el diario vivir de nuestros antepasados, un hecho tan rutinario como el de disponer de ropa limpia para el uso cotidiano, exigía un considerable esfuerzo que no estaba al alcance de todos y que no formaba parte de la rutina diaria. Para ello se precisaban sustancias de arrastre, conocidas vulgarmente como jabón, y cuyo efecto pudiera completar al arrastre del agua. Desde luego, en el pasado, el formato jabón no ha existido tal y como lo conocemos hoy. Las primeras referencias se remontan a la antigua Mesopotamia, un lugar entre ríos situado aproximadamente en torno al actual Irak. Las primitivas dinastías chinas, Zhou [1050-250 a. C], por lo visto empleaban una mezcla de cenizas con conchas trituradas. La variedad botánica conocida como Gleditsia sinensis, además de ser empleada durante milenios por la medicina tradicional china, era un eficaz detersivo usado por las clases más humildes en el arrastre de la suciedad, tanto en las prendas de vestir como en la higiene personal. Durante la brillante dinastía Tang (581-682) la Gleditsia sinensis se mezclaba además con el páncreas de cerdo y otros ingredientes, produciendo un limpiador muy potente (1). 


La limpieza de la ropa se efectuaba en la antigua Roma en las conocidas como fullonicas, y aquí el trabajo más penoso recaía en los hombres y los niños. Roma, como todas las sociedades complejas, necesitaba energía para moverse, y la fuerza capaz de permitir a los romanos vivir como lo hacían la proporcionaba la fuerza de sus millones de esclavos. Era pues una sociedad movida por el músculo humano. Séneca desliza entre el paramento de su filosofía, episodios de la vida cotidiana referidas al diario vivir de la ciudad de Roma y se refiere al  fullonicus saltus(2) como la agotadora práctica a la que hombres y niños estaban condenados todos los días, pateando sobre montones de ropa (las togas romanas podían tener unas dimensiones de 8 a 10 metros cuadrados) sumergidas en una colación en la que la orina corrompida y la creta fullonica (tierra de batán) y el azufre  servían para arrancar la suciedad y realzar los colores. Este agotador bataneo tenía consecuencias para los esclavos (fullos) allí empleados, se traducía en heridas en las piernas como consecuencia de la rotura de la piel por el efecto irritante de la orina, precedido esto de una feroz dermatitis que causaría una insoportable picazón en sus extremidades. Las fullonicas debieron de proporcionar un completo servicio de limpieza y adecentamiento: lavado, secado, teñido y hasta perfumado. Los tintes más estimados por las elites romanas, hasta que su uso fue prohibido, se correspondían con el empleo de la púrpura, también conocida como púrpura de Tiro (aunque ya por aquel entonces los yacimientos del Levante Mediterráneo estaban prácticamente agotados). La púrpura se obtenía de un molusco ( murex) cuya impregnación en las telas proporcionaba un tintado único, pero que olía fatal, dejando impregnado los vestidos con cierta afrenta olorosa (ver: Acerca del Perfume y el Olor. J. García) de ahí la necesidad de ventilar y orear las telas, amen de practicar otros tratamientos, como el remojo en agua en el que se había macerado lavanda o laurel u otras raíces aromáticas, práctica esta mantenida hasta bien entrado el siglo XIX


A pesar de que el púrpura sedujera a los romanos, el peso de las tradiciones culturales hizo que Roma buscara la blancura en sus prendas más simbólicas (toga, palla, etc.…), porque ningún color como el blanco puede expresar la limpieza, y extensivamente, la calidad moral y dignidad de quien la porta. Este mecanismo psicológico lo heredaron de los griegos y estos a su vez de los egipcios. Ningún pueblo como el de las pirámides gustaba tanto del color blanco, comportaba la pureza del alma, la limpieza espiritual y la calidad jerárquica de aquel que lo portaba. Por eso las lavanderas eran tan importantes, toda una industria dedicada a la limpieza del vestido se desarrolló en torno a los desaparecidos palacios civiles del antiguo Egipto, atendiendo al faraón y a su numerosa familia. El lino era el material preferido, es una planta, y una vez manufacturado y convertido en prenda de vestir, ganaba en blancura y elasticidad cuanto más se lavaba. El lino era el material que por defecto se utilizaba en el vendaje de las momias, llegándose a emplear cientos de metros en el proceso de cubrición del cadáver. No obstante, los primeros registros hallados sobre la fabricación del jabón se encuentran en tablillas mesopotámicas, datadas en el tercer mileno a.C. Las tablillas establecían la grasa animal y una lejía alcalina, derivada de cenizas de madera y agua, como la mezcla capaz de arrancar la suciedad de las prendas de vestir. Otra receta acadia (mil años a.C.) incorpora la cúrcuma al proceso. En cualquier caso, y dentro de la parquedad que es propia a la cultura mesopotámica, el proceso de fabricación del jabón en Mesopotamia parecía estar sujeto a una cierta reserva, tanto en los datos, como en el proceso de elaboración, sirviendo esto de referente precoz a la cautela con la que los fabricantes actuales tratan sus productos más señeros.


Durante la Edad Media se conocían diversas fórmulas para elaborar el jabón, pero todas estaban basadas en un compuesto de grasa y ceniza mezclada con agua. No se empleaba el jabón para la limpieza corporal, pero las aportaciones de la expansión árabe en el sur del continente y la experiencia de los Cruzados, incorporaron el uso de jabones a la higiene personal. Cierto que no todos eran adecuados, pues frecuentemente se elaboraban con sustancias bastardas como el aceite de pescado, en el caso de las Islas Británicas. Otro preparado como el llamado jabón de Castilla, más refinado, ya que incorporaba en su manufactura el aceite de oliva, pronto se convirtió en un artículo de lujo. Fueron las mujeres las que entre otros muchos cometidos se ocuparían de elaborar sus propios jabones, almacenando grasas y cenizas para después hervirlas y conservarlas. Lavar la ropa no era nada fácil, muchas viviendas carecían propiamente hasta de prendas que lavar, y solo poseían la de uso diario, no era pues extraño que la inexcusable limpieza exigiera cobijarse desnudo en el interior del hogar, ya que no se disponía de otra pieza con la que reemplazar la lavada. Aunque las casas de la aristocracia parece que efectuaban un gran lavado de ropa de cama al menos una vez al mes, se lavaba la ropa lo mínimo posible, las prendas, quien pudiera permitírselo, se almacenaban durante semanas después de un uso exhaustivo también. El olor, además, penetraba hasta tal punto en el tejido, que ocupaba más tiempo orear la prenda que limpiarla: Se creía que las polillas odiaban tanto el hedor como las personas, constituyendo esto un elemento de protección. 


La baronesa d'Aulnoy (1651-1705) que parece que mentía tanto como hablaba, refería la mala fama de las lavanderas españolas en el siglo XVII, porque golpeaban la ropa contra los pedruscos más puntiagudos destrozando las prendas así tratadas. Este siglo precisamente, el XVII, se sufrió en Europa una fobia al agua que incluía la aversión al aseo personal. La gente olía mal, y utilizaba para enmascarar el olor, abundantes y fuertes perfumes. La higiene se contempló más bien en relación a la prestancia de la ropa; la ropa blanca era la que marcaba la limpieza, de tal manera que la rápida renovación de esta, las camisas, sobre todo, exigía mantener un abundante guardarropa en lo que a prendas blancas se refiere. Un ejemplo fue el de Rousseau al que le preocupó más mantener un abundante guardarropa (tenía unas 20 camisas) que el destino que pudieron tener sus hijos a los que abandonó en los orfanatos.


Uno de los primeros empeños que enfrentaban las villas y ciudades pasaban por el manteniendo de los lavaderos, evolucionaron desde un simple lugar en el río, hasta su reglamentación municipal: horas de uso, estado del agua, etc. Con el tiempo, se llegaron a habilitar cubiertas que protegieran a las lavanderas de la lluvia, o cañizos atendiendo a la climatología reinante, el mero hecho de embalsar el agua en las tinas ya fue de por sí una destacada conquista, pues permitió a las mujeres fregar de pies. Las piedras del lavadero solían estar talladas con canaladuras, lo que vulgarmente se conoce como piedras de lavar. Las herramientas de una lavandera comprendían el cajón de madera, tabla con hendiduras, mazo para golpear, un cepillo para la suciedad resistente y jabón. La mujer se arrodillaba en el cajón que bien podía estar forrado o disponer de una base de paja para acomodar su peso, además el cajón impedía que estuviera en contacto permanente con el agua. Los conflictos por el uso de aguas corrientes de las que todos los habitantes se servían estuvieron a la orden del día, uno de ellos tenía que ver con la calidad del líquido en el cauce, si el ganado pastaba en las proximidades, hacia inviables el empleo de las aguas por sus deposiciones, y a la inversa, la suciedad y los restos de jabón no hacían saludable el agua para su uso por las bestias, ni por supuesto el agua de consumo. En Milán, por ejemplo, atravesado por dos o tres potentes cursos de agua, las lavanderas preferían desplazarse extramuros de la ciudad, porque el curso de los canales estaba tan contaminado por residuos orgánicos, que no permitía su uso decente.


Las lavanderas vivían en el permanente desasosiego líquido, empapadas todo el día y particularmente durante las frías jornadas del invierno. Además, se exigía un gran esfuerzo físico porque la ropa mojada aumenta hasta cuatro veces su peso y podían llegar a manipular pesados cortinajes, mantas y sábanas, era por ello por lo que frecuentemente se exigía la presencia del varón que se encargaba de transportar esta ropa de peso, allá donde se determinara el punto para su secado, que habitualmente y si el tiempo lo permitía, era a cielo abierto. Las peculiares características de su trabajo, frío en invierno y calor en verano, empujaba, en este último caso, a aliviarse de ropa, con el fin de acometer la colada con mayor comodidad, dándose el caso de que las autoridades municipales, forzadas por la impertérrita moralidad, multaran a muchas de ellas por lavar con las enaguas levantadas o más ligeras de ropa, lo que llegaba a atraer el voyerismo ocioso de los varones. 

 

La lavandería fue un oficio practicado fundamentalmente por mujeres. Hasta 200.000 mujeres parece que ejercieron el trabajo de lavandería en Inglaterra, a principios del siglo XX. En España casi 2000 lavanderas atendían a una población de 500.000 habitantes como era el caso de Barcelona a principios de siglo, esto solo contabiliza las personas registradas en el oficio, pues fueron innumerables las casas particulares la limpieza de la ropa constituyó una práctica habitual.


Era muy pintoresco la blanca cenefa que abrazaba las orillas del río en el Madrid del siglo XIX. Pintando un paisaje marcado por el soleo de las prendas puestas a secar en ambas riveras del rio Manzanares, los cañizos para proteger del sol a las lavanderas y las pértigas sobre las que colgaban aquellas prendas, que tanto esfuerzo habían exigido para su lustre. Si tenemos en cuenta que tanto en Madrid como en otras grandes ciudades: Barcelona o Valencia, los grandes hospitales o acuartelamientos hacían uso de sus servicios, podemos aventurar la gran demanda existente para el blanqueo e higienización de los lienzos. Con todo, las adversidades que ha de enfrentar una lavandera en el sur de Europa adquieren tintes de heroicidad en climas extremos, este es el caso de Rusia, donde el lavado de la ropa en el rio Neva, en San Petersburgo, durante el siglo XIX, exigía perforar antes el hielo. Los visitantes extranjeros se sorprendían de la dureza de las mujeres rusas, usando impertérritas sus manos de hierro, capaces de soportar temperaturas extremadamente frías con un abrigo somero, mientras aclaraban la ropa en la corriente del río a través de los agujeros que habían practicado en el río, y que parecían hervir por la diferencia de temperatura entre el agua del mismo y el frio exterior. A fin de paliar, en la medida de lo posible, las afiladas rachas de viento, disponían a su alrededor de ramas de árboles sobre las que tendían esteras, esto les resguardaba un poco del helador viento. En cuanto a la lejía las rusas disponían de una fuente permanente en las cenizas de los hornos de su hogar, si en algo ha compensado la naturaleza la dureza de sus condiciones climáticas, ha sido con esa interminable provisión de maderas en sus infinitos bosques con las que podían alimentar y calentar su hogar. En zonas de Siberia el jabón se obtenía hirviendo vísceras de animales, mezcladas después con ceniza y cal. Este jabón apestaba, pero era una solución sobrevenida ante las múltiples dificultades que encontraban en su vivir diario los habitantes. Los viajes espaciales, por cierto, aún no han encontrado solución para higienizar la ropa de los astronautas, simplemente se deshacen de ella, la tiran. La frecuencia con la que deben de cambiarse es notable, teniendo en cuenta que, con el fin de prevenir complicaciones físicas, se les exige un ejercicio intenso y diario


Aunque Calderón de la Barca se haga eco del heroico y generoso proceder de una lavandera llamada Filippa Catanese, que prefirió entregar su vida antes que traicionar a su benefactora (4), suelen destacarse dos aspectos relacionados directamente con la práctica del oficio, imprimiendo en las lavanderas una cierta mácula de imperfección moral, surgida de las características de su oficio, ligado básicamente a limpiar la suciedad. Se pensaba que cualquier trabajo relacionado con la manipulación de lo sucio no dejaba incólume a quien lo practicaba, produciéndose una suerte de infestación que acababa por alterar los valores individuales, bien por el contacto con lo sucio, bien porque las características del trabajo agrupaban a grupos sociales automarginados, cuyas perspectivas de vida quedaban dañadas por la calidad del material que manejaban.  Este aspecto queda reflejado en la sociedad de castas hindú, en las que colectivos tradicionalmente marginados como la de los dalit, intocables, se ocupaban de la limpieza de la ropa, acorde con su naturaleza impura y físicamente sucia. El oficio quedaba señalado socialmente como una cicatriz, una suerte de enfermedad nefanda como las huellas que dejaba la sífilis en los rostros de los enfermos y que servían para denotar su perversión. Las lavanderas eran condenadas al ostracismo, pues solían trabajar con la inmundicia. Aún en el siglo XIX en Francia se tenía al gremio de lavanderas como granujeado por la contaminación natural de su trabajo. 


El otro punto importante tiene que ver con la delicada información que la práctica de la limpieza proporciona de los otros. Limpiar la suciedad ajena puede ofrecernos una parte de su intimidad y que de alguna manera resulta incomoda, por eso se lava.  Porque lo sucio, como resultado de algún descuido orgánico, puede efectivamente señalar esa falta, pero también apuntar un vicio, una nefanda costumbre o una enfermedad que nos avergüenza.  Dicen los arqueólogos que las zonas con mayor grado de productividad informativa son aquellas que coinciden con los vertederos, los muladares, las escombreras, aquellas zonas donde nos desprendemos de lo que no nos sirve o nos molesta. La suciedad tiene historia, deja una huella, y la ropa, sobre todo la íntima apunta costumbres, poluciones, derrames. Felipe II era conocido como el rey papelero, aventuró la modernidad en la gestión de su vasto imperio, por eso hizo de la información uno de los puntales de su gestión. Sabía cuánto podía dar de si el conocimiento confidencial de sus rivales y por eso no dudó en sobornar a una lavandera de la reina Isabel I de Inglaterra, confiando en recibir puntual información acerca de su intimidad: ¿Cuándo menstruaba?, ¿Cuándo comía en la cama?, ¿Qué comía?, ¿Con quién lo hacía?  ¿Cuándo hacia el amor? Esta no es un detalle excéntrico, ni siquiera anecdótico. Detengámonos un momento en la información que una persona dedicada a lavar nuestra ropa sucia puede obtener de nosotros y de nuestros hábitos ¿Acaso sabemos cuántos datos ofrece un cesto con la ropa sucia? ¿Cómo se clasifican las prendas de nuestro vivir diario? Aquellas cuya suciedad puede considerarse normativa, pues se corresponde con el acaecer diario: los baberos manchados de un niño, por ejemplo; huellas mensuales de menstruo en el borde de las braguitas, incómodo pero pasable;  ropa excesivamente sucia  o manchas de materia biológica en la ropa interior allá donde no hay  niños ni ancianos; tal vez apuntes de carmín en las sábanas cuando la esposa lleva un tiempo ausente o cabellos que no se corresponden con nuestro color natural, olores extraños… son detalles compromisivos ¿Cuánta información proporcionamos a los extraños a los que ocupamos en lavar nuestra ropa? Aunque ahora el ajustado horario del que disponemos para las labores domésticas ha popularizado la ayuda remunerada a domicilio, Hace tiempo solo las élites podían hacer uso de personal delegado para limpiar sus prendas. Aristócratas, terratenientes, banqueros, industriales, meros rentistas, confiaban la limpieza de su indumentaria a personajes anónimos con lo que proporcionaban una información a veces incómoda y comprometida. Los grandes monasterios también solían enviar su ropa a lavar fuera del recinto conventual, algo anodino, pero que sirvió para que este hecho fuera utilizado como indicio por una perspicaz novicia, que en el siglo XVII acusó a la madre abadesa del convento de haber parido una criatura durante la noche como resultado de sus amoríos con el confesor del convento. La monja utilizó como soporte para su imputación el apresurado lavado de las sábanas en el interior del convento cuando lo habitual era enviarlas fuera (3). 


En la corte española (y probablemente en todas) la lavandera era un personal sujeto a una especie de contrato de confidencialidad. Estaban obligadas a jurar su cargo y por ello recibían la pomposa denominación de lavanderas de corps. Su trabajo se encontraba reglado y pocas personas estaban autorizadas a ocuparse del guardarropa de los reyes. A parte de la dificultad para higienizar indumentarias complejas provistas en muchos casos de valiosos accesorios; perlas, hilo de oro, etc. también estaban sujetas a la ordenanza de toda una cascada de cargos palatinos; debía de tomar la ropa sucia de un mueble en el que se depositaba las prendas y que se cerraba con llave, sobre todo porque la ropa de los reyes poseía una suerte de decencia añadida, las prendas enviadas a la limpieza, la suciedad, el tipo de suciedad  eran información reservada. Con la misma diligencia debía retornar las prendas limpias al guardarropa y cerrarlas con llave. Este proceloso procedimiento no obedecía solo a cuestiones protocolarias, sino que estaba dictado por la prudencia y comprometía la seguridad física de los monarcas, no olvidemos que la impregnación tanto de la ropa de uso como la de las sábanas, fue uno de los métodos empleados para atentar contra los reyezuelos de la India, y tanto Enrique VIII como su hija Isabel I, hacían inspeccionar su ropa de cama y también su guardarropa, rutinas que suponemos frecuentes en otras Cortes. Uno de tantos episodios de esta naturaleza, — lo tomo a vuela pluma, pues son innumerables — acaeció en la corte de los Romanov en 1638. Una lavandera sustrajo tela de la ropa interior de la zarina, Yevdokiya Streshniova, con el fin de practicar magia negra y causar su muerte.  Otros reyes practicaron medidas más discretas, pero igual de eficaces, Ana de Austria, la madre de Luis XIV disponía de una lavandera de cuerpo y de su entera confianza, que solo se dedicaba a lavar su ropa personal, cierto es que de todas las reinas que tuvo Francia esta fue la que mayor cantidad de personal tuvo a su servicio




(1) Acerca del Perfume y el Olor. J. García. Gracias a las amilasas presentes en el páncreas

(2) Acerca del Perfume y el Olor J. García

(3) La república del claustro: jerarquía y estratos sociales en los conventos femeninos Anuario de Estudios Atlánticos 51 (2005) 327-389. Pérez Morera Jesús

(4) Comedia famosa. El monstruo de la fortuna. La lavandera de Nápoles, Felipa de Catanea












El Olor. Historia y Antropología del olfato. Sociología del Perfume

 



Olfato y Olor un sentido inacabado



Desde el principio de los tiempos el ser humano ha alterado su aspecto físico. Esta determinación obedecía originalmente a impulsos de naturaleza mágico religiosa, pero, más adelante, evolucionó hacia aspectos meramente estéticos. Esta práctica alterativa recibió el nombre de cosmética, una técnica destinada a procurar la belleza de un cuerpo. Un aspecto más sutil de la cosmética es aquel que hace del olor, del buen olor se entiende, un matiz determinante en la compostura cosmética. A esta gentileza del olor se le llama perfume
Las culturas clásicas: Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma y el mundo Árabe implementaron rutinas higiénico cosméticas que aún hoy practicamos y de las que somos deudores. El perfume, en particular, adquirió tal importancia que su valor llegó a equipararse con el oro; hasta el punto de que Roma temiera verse descapitalizada por el gasto suntuario en perfumes. Los árabes, según Plinio, llegaron a convertirse en el pueblo más rico de la Tierra a cuenta de su comercio con el incienso y la mirra. Desde luego, no es azaroso que dos de los tres presentes ofrecidos por los Magos de Oriente en la Natividad de Cristo fueran de naturaleza fragante. El mundo clásico se rindió ante la potencia de los bienes aromáticos, de forma que, tal y como hoy sucede en las sociedades modernas, la higiene no solo debe practicarse, debe olerse, pues esta es la prueba definitiva de su correcta aplicación: no se está limpio si no se huele a limpio. El autor aborda el estudio del perfume desde una óptica histórica, pero también filosófica y mítica, porque el perfume no es solo un bien material, es la manifestación festiva de un sentido: el del olfato, tenido tradicionalmente como menor, pero que posee unas propiedades maravillosas, además de una fisiología complejísima. Aunque el libro está secundado por una abundante bibliografía, lo que proyecta una considerable autoridad al texto, el autor no rehúye la novelización de episodios, esto apoya la lectura y le proporciona una perspectiva muy amena.



Reflexiones de un escritor novel. Autoedición. Editoriales tradicionales versus Amazon

 



Escribo desde que tengo uso de razón. Recuerdo que la primera cosa que escribí fue una obra de teatro, quizás tuviera quince o dieciséis años. No lo tengo muy claro, doy por cierto que fue una especie de torpe trasunto sobre Romeo y Julieta. Un drama que me había dejado impresionado al visionarlo en aquellas entrañables sesiones de teatro que nos ofrecía la televisión pública. Recuerdo que nunca me planteé  lo que me llevaba a hacer aquello.  Era algo normal, un entretenimiento más de mi primera juventud. No sabía ni qué era eso del oficio de escritor. Hubiera debido jugar al fútbol con mayor entrega, o estudiado, también con la misma entrega. Pero en cambio escribía, cuartilla tras cuartilla, un drama de amor. Los personajes se hacían realidad en mi imaginación, casi podía tocar las manos de su protagonista femenina, templar el valor de su enamorado, imaginar las calles de una ciudad medieval, sentir el frío húmedo de las piedras y la respiración entrecortada de los enamorados, barruntar el drama, intentar pintar el odio. No puedo recordar el detalle, pero sí esa impresión emocionante de que estaba haciendo algo que me proporcionaba placer, y en cuyo propósito no existía ni el tiempo, ni el cansancio, ni otro proyecto más. Cuando una persona escribe no siente cansancio, no valora el tiempo como lo hacen los demás. Lo más importante es aquella historia que tienes entre manos y que se sobrepone a tu misma realidad, solo te preocupa no perder el hilo argumental que te has fijado y que no sabes muy bien cómo se va definiendo en tu cabeza. Tus pensamientos vuelan libres, son, y no son algo tuyo, van persiguiendo hasta el ritmo con el que tus dedos son capaces de presionar el teclado. Una idea te lleva a otra, y esta, a su vez, a otra, y así sucesivamente. De forma que te encuentras con auténticos racimos de ideas aparentemente inconexas. Tu habilidad como narrador deberá ponerse en práctica en estos momentos, es decir: ¿cómo cocinar esa tormenta de ideas? O, lo que es lo mismo, ¿cómo podría mezclar churras con merinas o contar peras junto a manzanas? La confitura, resultado de esta mixtura, es un reto para el escritor. Solo aquellos que estén capacitados verán la luz al final de este espeso bosque de palabras y conceptos. El arte de la narración, pienso yo, básicamente consiste en percibir aspectos de la realidad que están al alcance de todos, pero que solo unos pocos saben poner en orden. Que alguien piense, cuando lee tus palabras, que eso es lo que él siente, pero que no ha sabido explicarlo, es el mayor cumplido que un escritor puede recibir.

    Cada uno tiene su batuta, su técnica, yo no consigo escribir con pluma, pero otros autores son incapaces de enfrentar una página en blanco, si no es apoyando la punta de su bolígrafo sobre aquella superficie tan inmaculada como el limbo. Me he acostumbrado al teclado de ordenador, ahora mismo me sentiría incapaz de escribir algo sin ese soniquete que es el que parece marcar el curso de mis pensamientos, los cuales surgen a borbotones, pero impelidos por un pulso irregular. Y eso que no es esta la mejor manera de hacerlo, pienso yo, la escritura, como la vida misma, requiere gestionar la normalidad, no es posible escribir siempre en el límite, porque tampoco es posible vivir así. Me ha costado entenderlo.

    Pero, ¿por qué se escribe? ¿Tiene esto algún propósito, o es solo el resultado de un dialogo interior? ¿Es acaso una conversación terapéutica destinada a reconciliarnos con nosotros mismos, a la vista de las numerosas dificultades que todo hombre siente para adaptarse al duro mundo exterior? Yo creo que se escribe de la misma manera que un volcán, largo tiempo dormido, despierta con furia; uno acumula lava y otro labia. A veces, he pensado que el escritor es un ser trastornado al que el circuito hormonal no le funciona correctamente, cínicos hasta extremos insoportables, sensibles hasta la cursilería. ¿Hay escritores normales? Quiero decir, ¿existe algún profesional que viva el momento sin la intención de utilizarlo digamos profesionalmente en su siguiente trabajo? Yo he vivido los diez últimos años de mi vida acompañado, a veces esclavizado, por la obra que tenía en mis manos. He engordado quince kilos, mi mujer dice que vive una especie de matrimonio compartido con alguien que no tiene rostro, que no huele, pero que está ahí como si fuera mi sombra. Solo estoy a medias, me habla y sabe que la mitad de mi cabeza está en otro sitio, he ido de vacaciones para hacer lo mismo que hacía cuando no estaba de vacaciones. He despertado del sueño, porque tras mucho merodear en torno a una palabra o una idea el descanso me ha dado la respuesta. He dispuesto mis horas del día en función de mi trabajo, he vivido con un fantasma que solo me ha abandonado cuando ya no había más que decir...; bueno, miento, siempre hay algo más que decir, pero tienes que acabar de una vez, porque sabes que tarde o temprano otro visitante vendrá a ocupar el lugar del que se ya se ha ido y volverás a empezar otra vez. Así son las cosas.

    ¿Consejos? Pocos.  Soy un escritor novel algo veterano, tengo más de cincuenta años, y lo que he descubierto en mi oficio de escritor es esto: sé constante, escribe todos los días, a la misma hora si es posible; yo prefiero por la mañana, el riego sanguíneo, ya se sabe. Deja reposar lo que escribes. ¿Cuánto?, no sé, a veces es suficiente con unas horas, otros requieren días, frecuentemente meses. Lo que significa que una obra exige, como el vino, un tiempo de maduración, a veces mejora con el tiempo, mi experiencia es que suele empeorar, mejor dicho, suele requerir retoques importantes; lo que en un momento te pareció sublime, cuando reposa sobre el papel pierde intensidad, es como un soufflé que se ha venido abajo, y con frecuencia, es el resultado de escribir a trompicones, eso que los clásicos llamaban inspiración y que yo estimo más bien como cantazos a la narración. Los detalles son importantes, un libro, como una escultura, es una sucesión de detalles que dan el producto final.  Pues bien, este tiempo que debe tomarse cualquier obra no es vano, se aprovecha también para la corrección de estilo; algo absolutamente tedioso, pero tremendamente útil, la corrección autotipográfica: comas, puntos, todo eso. A mí me sirvió para escanear el texto y depurarlo, a cualquier escritor le cuesta un triunfo borrar párrafos, episodios creativos de los que se encuentra muy satisfecho, pero que no encajan de ninguna manera. Qué se le va a hacer, puedes aprovecharlos para otra ocasión, recorta y pega en el libro de los descartes, el pesar se te pasará enseguida, en cuanto emprendas la relectura de lo que has escrito. La corrección ortotipográfica es pesadísima; útil, pero laboriosa, sobre todo porque hay glifos, la coma sobre todo, que carece de regla, pues tiene tantas o más excepciones que normas. No te desanimes, a mí me ayuda bastante la lectura de voz que hace Word (y las últimas versiones del formato PDF), te das cuenta de cómo debes colocar las dichosas pausas. Presentar correctamente un texto escrito es fundamental, pero no te olvides que es una obra de creación no una gramática, es indefectible que en una obra con 100.000 palabras se cuelen sí o sí errores, el lector no es un necio que compre una obra de creación para advertir las meteduras de pata con las que pueda menoscabar al escritor, aunque los hay, pero estos como si no existieran, siempre tendrás un grano en el culo.

    Si has llegado hasta aquí ya tienes un triunfo, pero lo que te espera puede ser aún peor. Tu querido trabajo deja el hogar, viaja a tierra extraña, ya no estará cuidado entre algodones y será sacudido inmisericorde por la cruda realidad. No te desanimes si crees en ella, solo uno de varios miles de manuscritos pasará los primeros filtros de una editorial profesional. Recuerda que compites con miles de escritores que están en tus mismas condiciones y la mayoría cree tener una buena narración entre las manos. Piensa que las editoriales son una empresa, van a ganar dinero, y como tales empresas, se nutren de determinados proveedores. Los primeros son los escritores profesionales, tienen una técnica de la que tu careces, seguramente escriben bien o muy bien. Personalmente me cuesta horrores comprender cómo pueden sacar una obra de ficción cada año, yo me acuerdo de uno que siempre publicaba un mes antes de la Feria del Libro de Madrid, hasta que dejó de hacerlo, enmudecido por la cruel enfermedad del olvido. Hay muy buena literatura en este colectivo. Luego están los enchufados, hijos de ola mediática, pueden anunciar automóviles, pastillas de jabón, participan en concursos, en fin, tocan todas las teclas, en realidad saben que más pronto que tarde el público se hartará de ellos y se olvidaran hasta de su nombre, por eso, mientras puedan, deben hacer cualquier cosa, hasta escribir libros. Son una competencia atípica, pero el caso es que venden.  Hay un tercer grupo; los fatuos, los pensionados, los clientelistas de la administración pública; los pedantes que obligan a sus alumnos a adquirir su libro si quieren aprovechar la asignatura, se me caería la cara de vergüenza si me viera en esta tesitura. Vender venden poco, pero el Estado se ocupa de cubrir el déficit. Por lo general pertenecen a ese colectivo de intelectuales de café, esos exactamente de los que despotricaba Miguel Hernández en momentos tan dramáticos de nuestra historia, Hemingway incluido. ¿Qué te espera pues de este lado? Nada. Juraría que las apuestas están en tu contra. Queda una segunda opción: las editoriales que no son editoriales, es decir, las noeditoriales. Aclaremos conceptos, este tipo de editoriales tienen configurado un negocio en el que sus principales clientes, por no decir únicos, son los propios escritores, si estás por la labor, adelante. Aquí es fácil conseguir el plácet, la mayoría de las obras que reciben, según ellos, son publicables. Te pedirán el manuscrito para revisarlo y siempre te dirán que hay algo en ti que destaca, pero que el texto requiere urgentemente una corrección ortotipográfica -ya hablé de este palabro más arriba- para poder ser puesto a la venta. No sé si a estas alturas ignoras que te están ofreciendo una autoedición, eufemismo que generalmente suele esconder un hecho, en parte desalentador, y es que tú eres el que vas a pagar los libros; 50, 100, 200 y hasta 500 ejemplares. Te ofrecen la posibilidad de presentar públicamente la obra, tú te encargarás de aportar el público: familiares, amigos y conocidos. Ellos, supuestamente, darán publicidad al producto, lo colocarán en determinadas librerías y soportes web y serás seguramente nominado para un premio literario que, otros como tú, se encargaran de pagar porque viene implícito en sus tarifas. Todo esto, quiero señalar, es un negocio perfectamente lícito y que de alguna manera permite aliviar la gran frustración de tantos autores que abandonaron su trabajo en el camino.  Te hacen sentirte un gran escritor y juegan con ese aspecto oscuro, pero determinante de la naturaleza humana: la vanidad. Aún tenemos impreso en nuestras cabezas un discurso romántico y anacrónico de los escritores, esclavos de su inteligencia, a los que, debido a su genio, todo les está (estaba) permitido. Pues bien, más vale que te vayas olvidando de esta imaginería, las cosas avanzan con tanta rapidez que dentro de poco un escritor será algo rancio. Resumiendo, si imprimes 50 unidades sablearas a 50 familiares y amigos; si imprimes 100, y eres muy popular, colocaras 100 libros que nadie o casi nadie leerá, pero ten por seguro que no vas a vender ningún libro fuera de ese circuito, porque la editorial noeditorial ya ha hecho su trabajo, pues tú eres su mercado no tus imaginarios lectores.

    Desengáñate, la mitad de los españoles, y creo que también la mitad de los franceses suele escribir. Efectivamente, en este censo tan amplio se encuentran gente que está ahí, pero no sabes porque está ahí. Es un dato estadístico que no debe desalentar, porque, ¿a quién coño va a interesar las cuatro memeces que se cuentan de mala manera? Si eres de estos que creen en lo que ha hecho, que está convencido, pese al silencio de las editoriales profesionales o las respuestas de compromiso, no te desanimes. Te invito a hacer un ejercicio de autoestimulación, acude a las librerías y ojea los textos que se encuentran a la venta. Habrá alguno que te deslumbre, así quisiera escribir yo; bien, de este quiero aprender, pero si sigues mirando verás que un porcentaje muy importante no merece estar allí, que los medios, sobre todo los audiovisuales, hacen un daño terrible a la literatura, haciéndola perder credibilidad y honestidad. Que muchos de los que están allí solo tienen un apellido, o una cara famosa o que utilizan descaradamente anzuelos de rabiosa actualidad -cómo se puede escribir un libro, un buen libro con ese apremio temporal- Esta es la mejor motivación que encontrarás, si eres honesto contigo mismo, si estás convencido de que tienes un buen texto entre las manos, tu trabajo tomará nuevos bríos ante esas estanterías de las que cuelga tanta fruta con gusano. A estas alturas ya sabrás que la industria editorial es sobre todo eso, un negocio, lo pinten como lo pinten (si yo tuviera una editorial así lo haría). Las editoriales solo van a apostar por caballos ganadores, con las consabidas excepciones establecidas oportunamente como señuelos; nuevos valores, ganadores de premios literarios -que no sean el planeta-. Estos, con todo, son a mi modo de ver, las mejores plumas del panorama editorial. Son tan pocos que hacen elogio de la irrelevancia, pero son buenos escritores porque la industria editorial ya suele promocionar sistémicamente mediocridades, tienes que ser muy, pero que muy bueno y seguramente conocer a alguien que conoce, que a su vez conoce…bueno ya sabes. Y conste que si yo tuviera una editorial haría lo mismo, y también que muy pocos, pero muy pocos editores publican algo que les gusta, y saben que no van a ganar dinero con ello y aun así lo publican.

     Hasta aquí las cosas claras, pero un día todo cambió, ese monopolio sostenido por las editoriales serias, a las que habían dado una cierta contrarréplica empresas zombis, empezó a sentirse amenazado. Apareció Amazon. Cualquiera puede vender en Amazon, hasta los escritores a los que les resulta imposible entrar en un circuito de distribución, porque ninguna editorial se decide por su texto y el autor no quiere perder ni tiempo ni dinero mendigando puntos de venta. Amazon no tiene buena fama en la industria editorial y menos en las librerías, porque ha eliminado el más importante obstáculo de aquellos que, como yo, hemos decidido autopublicarnos por libre, llegar a un mercado y tener visibilidad puenteando editoriales y librerías, eso sí siempre que tengas un buen producto. Y conste que las librerías deberían de ser declaradas comercios estratégicos, puntos de recarga intelectual tan esenciales como las gasolineras o los centros de salud, y aunque a veces echo de menos una pequeña silla en la que descansar (tome nota nuestra entrañable Espasa Calpe siempre tan cicatera en proporcionar acomodo a sus clientes. Una silla, por favor). Una librería es el sitio más maravilloso de una ciudad, el único comercio en el que podía pasarme un día entero ojeando conocimiento, fantasía, divulgación. Sigo y seguiré comprando en las librerías, pero Amazon ha llegado para quedarse, él, o cualquier otra empresa que sea capaz de proporcionar libros a demanda. Envías en PDF un texto y una portada, y excepción hecha de un escaneado inicial destinado a verificar maquetado, el texto se incorpora al fondo de millones de libros que posee. No te cuesta nada, pagas, si vendes y tú estableces el porcentaje que vas a recibir por su venta. Si no me equivoco en la distribución tradicional el editor se lleva el 30%, el librero otro 30%, del cuarenta restante no sé qué cantidad se llevará el autor, pero me temo que difícilmente llegue al 10%. Sin embargo, no todo es bueno en Amazon, ni mucho menos, ya he referido que tu texto es uno de los diez, veinte o treinta millones de textos que utilizan esta plataforma en todo el mundo. Algo descomunal, puedes llegar en teoría a todo el planeta, pero esto no es del todo cierto ¿Cómo reparan en tu libro entre ese ingente marasmo? Pues pagando. Amazon es el decimotercer sitio más visitado en la web (datos 2022). Utiliza como Google un algoritmo que es sensible a las ventas del producto, pero también a su calidad y otros factores de naturaleza reservada. Amazon es el gran ogro de las editoriales y las librerías, lo sé, y eso que creo que en origen se dedicaba a la venta de libros, es un gigante que amenaza con devorar los pequeños y entrañables nichos del saber. Ante retos de esta naturaleza ¿por qué no se empieza a competir con los grandes desde otro tipo de estrategias? Poniendo sillas, por ejemplo, pero también abriendo librerías fuera del horario tradicional del comercio ¿Quién puede acercarse a una a las cinco de la tarde en verano? Fomentando quizás un tipo de lector accionista, al estilo amigo de…, es decir, un socio que, a cambio de una cuota anual fija, pueda obtener algún tipo de contraprestación, descuentos, entradas para espectáculos. ¿Se han dado cuenta los Poderes Públicos del hechizo que causa un libro físico entre la gente menuda? (¡FÍSICO! repito). Esta generación, precisamente esta, que ha nacido con un ordenador bajo el brazo.  Quizás debamos ir hacia un nuevo tipo de librerías, una especie de superlibrería con varios libreros asociados y especializados en distinta temática, pero que efectuaran sus ventas en una misma superficie manteniendo su personalidad, esto daría otro tipo de entidad al recinto, tamaño, multiculturalidad, versatilidad. ¡Hagan algo para que no desaparezcan nuestras amadas librerías! El libro está ahí, forma parte de nuestro código genético: venerable, antiguo, sabio. Acaso incompetente en un mundo cargado de virtualidad, pero sólidamente añejo.  Ajeno, de momento, a esa infernal dinámica de la tecnología que avanza a tal rapidez que hace caducos sus hitos con sorprendente velocidad. 


J. García es colaborador ocasional de CasaMundo.