Historia Cultural del Perfume

 

Perfume y cosmética en la Historia de España



Perfume y Cosmética en la Historia de España


El filósofo Francis Bacon (1561-1626) sostenía que España tenía un peculiar olor, este era tan intenso que con frecuencia los viajeros que cabotaban por sus costas lo percibían con claridad, olía a limón, a naranjos, romero y mejorana, además de otras flores silvestres. Tres siglos después, ya en el siglo XIX, Eugene Rimmel , hablaba también de los tapices florales que cubrían buena parte de las tierras ibéricas, y a las que solo cierta abulia de sus habitantes consentía desaprovechar. Los romanos conocían las precoces rosas de la Península a las que llamaban praecoces , sabían que este aroma les anticipaba la siempre grata caricia de esta reina de las flores, era el tiempo de la rosae festinatae. 

        La península es pues una alfombra aromática que presenta la ajedrea, azahar, anís, bergamota, ciprés, comino, espliego, geranio, hinojo, jara, jazmín, lavanda, madreselva, manzanilla, romero, mejorana, salvia, tomillo, valeriana, cidro, rosa, virgaza, ruda, menta, melisa… Conocidas como plantas perfumeras formaron parte del menú popular de los aromas, su frescura y nitidez las hizo incluso ocupar los palacios en detrimento de aromas más sofisticados. La reina Isabel I de Castilla las prefería en sus aposentos en menoscabo de otras fragancias más potentes y María de Luna, que fue reina consorte de Aragón, estaba cautivada por aguas decorosas como la de las violetas. Pero no es preciso encaramarse a la curialidad de los palacios para valorar las sutiles modulaciones del olor. Los aromas, que son la expresión odorífera directa de las cosas que producen olor, han sido capturados desde tiempos inmemoriales entre los pliegues de la ropa, en los modestos anaqueles, en los arcones donde se guardaban los escasos ajuares producto de la dote, e incluso, en esos pañitos que, regular y por imperativo biológico, han acompañado la naturaleza de incontables generaciones femeninas. Nunca faltarían unas ramitas de lavanda o la pegajosa y fresca hoja de la jara para que aliviara, en la medida de lo posible, el monótono horizonte olfativo de los más modestos de entre los modestos.

         La inercia de Roma, la capacidad de esta cultura por satisfacer buena parte de los bienes materiales, los cosméticos incluidos, hace que la nación goda, superpuesta como élite militar a la hispano-romana,  acepte, en palabras de san Leandro , hermano de san Isidoro de Sevilla, buena parte del ajuar oloroso del pasado. Este era el caso del díapasma un fino polvillo elaborado con flores y hierbas aromáticas con el que se impregnaban el cuerpo  sin olvidar los olfactoriola muliebria , es decir, los pomos de olor, unos artefactos con los que toparemos en repetidas ocasiones. La cómoda de la jactancia de los godos se completaría también con numerosos objetos destinados al uso de los varones, como la sorprendente novacula, la navaja de afeitar (aparentemente inapropiada en una cultura que hacía gala de la abundancia capilar), el peine y el calamistrum, una especie de tenacillas para rizar el cabello. Sería imperdonable pasar por alto los testimonios de la España bizantina, al sur de la península, con fuentes testimonialmente escasas, pero con suficientes registros materiales y testimoniales como para deducir una presencia de luxuria: seda, púrpura y perfumes, aunque su comercio a veces quedaba arrasado por la adulteración. El material fragante era principalmente conservado en ungüentarios de reducidas dimensiones lo que lleva a considerar una cierta pujanza del consumo doméstico, sobre todo en nichos arqueológicos de Carthago Spartaria, la actual Cartagena.

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J. García es colaborador de este blog. El texto pertenece al libro de próxima aparición titulado «Historia Cultural del Perfume» con el que el autor cierra la dilogía dedicada al perfume y el olor. El libro posee Registro de la Propiedad Intelectual


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