¿QUIÉN ERA REALMENTE LA VIRGEN MARÍA?
Uno de los personajes nucleares de la narración bíblica es la Virgen María, es ella, y no Cristo, la que vestía per se de una suave patena de dulcísimo aroma, que la acompañaba allá donde fuera. El fenómeno al parecer la acompañó durante toda su vida, pero particularmente cuando el arcángel Gabriel le anuncia su próxima muerte. San Alberto Magno situará a la Virgen como «Virgen de las vírgenes», confrontándola con una rosa que ofrece todo el olor de su pureza. Es un personaje clave y esencial dentro del guion «neotestamentario», pues parece recuperar la honorabilidad perdida de las mujeres, marcadas subrepticiamente por el descuido de Eva y su frívola intemperancia . María no elude su condición humana en ningún momento, pues participa solo en parte del estatuto divino del que su Hijo goza con absoluta autoridad. Tal es así que, se apunta una cierta diatriba que hacía a María varias veces ingrávida de su relación con José, lo que la convertiría en multípara granjeando así una simple fraternidad familiar, esto es: Jesús habría tenido varios hermanos, hecho que acarrearía no pocos engorros a los eruditos (biblistas). Algunos teólogos consideran que si bien su papel biológico no habría quedado menoscabado, era corriente parir varios hijos, su papel como madre de Cristo se hubiera resentido, ya que engendrar a un ser de naturaleza divina era un ejercicio tan compromisivo que se hacía excluyente, no cabía continuidad reproductiva. Su especial maternidad exigiría un compromiso no solo físico, sino también espiritual a su progenitora, nadie podía compartir el seno, la matriz de la Virgen; el lecho biológico en el que Cristo había crecido no podía en ningún caso ser compartido por un sencillo mortal. Cristo podía haber elegido a cualquier otra mujer dispuesta a asumir semejante reto , de lo que se sigue que este no pudo tener hermano alguno y a la Virgen le estaría censurado todo placer sexual; virgen pues . Pese a esta perífrasis biblista el dolor por la muerte de su hijo, tan del agrado del discurso religioso como prueba de fortaleza en la fe, la entereza ante la agonía de su vástago y la firmeza frente a la suprema adversidad, despejan cualquier reserva acerca de su entrega incondicional al papel impuesto por el destino. Estéticamente inspira también un prototipo de dama limpia, rostro despejado, sin maquillaje alguno y, sin embargo, acompañada en vida por un olor especial.
La Virgen tiene un peso considerable en el universo de la teología cristiana. Su naturaleza amable informa la compasión de sus actos, es sobre todo una mediadora que, a diferencia de la estoica incondicionalidad del creyente clásico, ofrece la duda humana como una expresión más de la riqueza de su compromiso, brinda incluso la posibilidad de mediar en el designio divino a través de los oficios de una mujer a veces tan humana que es capaz incluso de dudar del equilibrio emocional de su hijo . Hay momentos en los que la madre de Cristo desborda su personaje, la Virgen no tiene piel es solo de porcelana, sobreponiéndose al hieratismo doctrinal; la potencia del personaje, su papel nuclear en la vida y pasión de Cristo desborda ese escenario y presenta un tipo de seducción sin engaño ni cosmética alguna, su atractivo se reduce a una fascinación espiritual al que cualquier añadido tangible pervierte . Así pues, la Virgen María es el modelo de belleza, del cristianismo primero, y del catolicismo después, ya que el rigor protestante excluía esa excesiva antropomorfización de la iconografía religiosa pues distorsionaba la fe, dando pábulo a ciertas herejías; los ebionitas , por ejemplo, admitían incluso una cierta inclinación concupiscente en su naturaleza. La Iglesia primitiva se vio impelida a ajustar el papel de la Virgen mujer, a un modelo riguroso de pulcritud maternal totalmente asexuada, y ello hasta el punto de hacer desaparecer esa figura confusa de San José que, aunque mantenida en un segundo plano cargado con la pesadez pasiva de la ancianidad que hace de él solo un buen compañero, pero en nada un vecino de cama, apercibida su masculinidad por un desideratum que no estaba a su alcance. Con cierta premura se desembaraza rápidamente de él el Nuevo Testamento, al que por cierto, debemos agradecer la inconsciente afabilidad con la que adapto la herencia infumable de las Antiguas Escrituras a un mundo marcado ya por la mentalidad intelectual grecolatina. Aún así apuesto por una joven de no más de dieciséis años, probablemente menor, casada con un hombre que la triplicaba en edad, lo cual no hace inconsistente la figura de San José con la ancianidad, toda una realidad ya en varones próximos a los cincuenta años, visto el espectro humano y las expectativas vitales de la zona.
La presencia de María, es en muchos aspectos teológicos cuestionable, a la vista de la insuficiente literatura recogida en el canon bíblico , pero a la postre inspira y fortalece la feminidad, permitiendo eludir una dinámica destinada a marcar los espacios entre el género femenino y el masculino, estables incluso más allá de la muerte física, como podremos verificar en la escatología islámica y que, en el caso del cristianismo, es capaz de inspirar un Edén en el que se practique una comunidad espiritual efectiva entre ambos sexos, alejada del sensualismo islámico en el que no queda muy claro el papel de la mujer como sujeto libre.
©Historia cultural del Perfume y la Cosmética. Volumen II. J. García
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