Otro tipo de emociones eran las que se manejaban en los salones del Palacio de Invierno de San Petesburgo o de su residencia como embajador de España. Los rumores, parte de la realidad y un punto de leyenda, hacen al duque sentado en los salones del Palacio de Invierno del Zar reposando sobre un abrigo de marta cibelina que utiliza como almohadón. La prenda, de notable valor, queda abandonada sobre la butaca -otros sostienen que sobre el suelo- no bien acaba la recepción. Advertido de su olvido por parte de los criados, él replica que un embajador de España no suele llevarse las sillas que le ofrece su anfitrión. Pese a que detesta el ferrocarril para viajar no duda en utilizar este nuevo medio de transporte para hacerse llevar hasta el norte de Rusia sendos naranjos desde la lejana España, y todo porque a cierta damas de la nobleza rusa se les ocurrió valorar el buen aroma de las flores de azahar, pero desconocían el tipo de árbol capaz de producir tan delicada fragancia.
La hidalguía, que en la Edad Media se dirimía a «trompicones», había derivado en este periodo hacia una suerte de ostentación de buenas maneras, comportamientos delicados, lujosísimas vestimentas y gestos marcados de cierta chulería, y por lo tanto, inadecuados. Porque si bien el duque había huido siempre de las actitudes zafias, lo que le hizo al Conde Orloff es de un sonoro mal gusto. El conde Alejandro Orloff, favorito del zar Alejandro II, se reputaba de dos hechos en su vida, los buenos servicios al zar y su admirada raza de caballos, a la que incluso dio nombre: «raza Orloff», mezcla de caballos árabes y daneses. El Duque que hubiera sido capaz de cometer la estrafalaria patraña de herrar con piezas aleadas con plata a sus caballos de pura raza española -cosa que el buen sentido nos sugiere como falsa- se encaprichó de unos de aquellos ejemplares, ofreciendo a Orloff una cantidad de dinero que el Conde se negó a aceptar. Quizás abrumado por la presión del de Osuna aseguró que no había suficiente dinero en el mundo para que él se desprendiera de aquel caballo. No conocía al Duque porque Don Mariano fue capaz de ofrecer una cantidad tan escandalosa que al final el caballo, cortadas sus crines y su cola, terminó jalando de un pequeño tiovivo o carrusel que el Duque tenía instalado en el jardín de su residencia. Orloff no se lo perdonó, podía disculpar la altivez que le daba su fortuna, pero no que tratara así a uno de sus caballos. Tampoco fue muy afortunado al intentar no solo emular al Zar, sino mejorarlo; había organizado este una cacería de zorros de cuya piel se decía que era capaz de refulgir unos maravillosos tonos azulados. El Zar tenía pensado obsequiar a la zarina con un abrigo, pero la cacería fue tan magra que solo alcanzó para una somera capa. Con más medios y dinero, el de Osuna se aventuró en los paisajes infinitos de Rusia, obteniendo pieles suficientes como para dos abrigos con los que sus criados se cubrían. Decididamente entraba en el mal gusto de la ostentación gratuita, aunque bien es verdad que esta forma de evidenciar el poder de su dinero tenía en la Corte del Zar a sus más rendidos admiradores. La última de sus extravagancias fue lanzar a los canales del Nevá toda la cubertería y vallija que se había utilizado en una multitudinaria cena.
No es extraño que ante semejante ostentación apuntaran numerosas pretendientes, como Helena Strattmann o la Princesa Souvarov. Bellísimas ambas, perfectos ejemplos de esa hermosura líquida de las mujeres rusas. Como bien apuntaba su secretario, Juan Valera, Rusia se movía entre la brutalidad más descarnada y la delicadeza insuperable de sus mujeres, «bien jamonas hasta la misma vejez». Con todo, algo había en aquellas naturalezas femeninas del norte que frenaba al Duque y al propio Valera, porque aquel prefería la compañía de una «cupletista» francesa llamada Brohan y de nombre Magdalena. Y también el propio Valera, que trazaba sin miramiento alguno la naturaleza descarada de aquellas «tonadilleras», cuyos ojos parecían prometer todo y guardaban la frustración para el reservado, donde una poderosa ropa interior hacía poco menos que imposible el paso a una verdadera intimidad. Juan Varela traza en «Cartas desde Rusia» un bosquejo de complicidad con el Duque. Una complicidad limitada entre un señor y su sirviente, pero que funciona en los ambientes sórdidos de la prostitución, y en los que la prosa lozana y picante de Valera nos muestra un universo real en los que este se maneja con comodidad, pero que resultan embarazosos para un hombre que como Don Mariano, hacen fe de la hipocresía social en la que se mueven.
Pese a ello, quizás más bien por ello, el Duque permaneció célibe. Y en este caso el aforismo no erró porque buscando y esperando, al final siempre llega el poso sucio de la corriente, esa rebabilla que queda en los meandros de la vida, la mujer que lo desposaría era la menos indicada. Don Mariano debió de insistir en aquel «corazoncito», el de la joven que años antes rompió el compromiso porque sencillamente el Duque la aburría. Vaya joya de mujer, antepuso la viveza de su corazón al peso de su dinero, Clementina Villiers se llamaba. Cinco años después de esto, en 1866 se casaba con una mujer casi treinta años más joven que él: la princesa de Salm-Salm de nombre María Leonor Crescencia Catalina, cumplimentando así ese reiterativo discurso de la vanidad masculina, que consiste en matrimoniar con mujeres que bien pudieran ser sus nietas, dispuestas eso si a utilizar decentemente el patrimonio de sus viejos maridos en los brazos de sus jóvenes amantes. Salm-Salm era eso mismo, una «cazafortunas». Pero aún siendo una pertinaz derrochadora difícilmente podía emular al Duque en la largueza de sus gastos. La historia nos la presenta como anfitriona de una cena para doce invitados [conmemoraban la entronización del Rey Alfonso XII, de ahí el número] en la que se gastaron unas 125.000 pesetas, una cantidad descomunal. Con todo no marcó un hito en la historia del despilfarro de Osuna, ya asesorado por entonces por Bravo Murillo, que fue Ministro de Hacienda, Ministro de Fomento y Presidente del Consejo de Ministros y que aún le mostraba la forma de evitar la bancarrota moderando sus gastos. La respuesta de Don Mariano llegó con la alquiler de todo un hotel de lujo para un ciento de invitados desplazados a Berlín a la coronación del Kaiser Guillermo II. No había nada que hacer, murió en 1882 y no se había privado de placer alguno.
Su viuda guardó las apariencias durante unos meses y volvió a contraer matrimonio. Alfonso XII se ocuparía de retirarla todas las condecoraciones oficiales por considerar que no las merecía.
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Veneno y envenenadores en La Historia