PARTE SEGUNDA
.............................. La cubierta inferior era un infierno, ponía a prueba las naturalezas más duras pues al calor, la humedad y el hacinamiento se
unía la imposible convivencia con un enemigo invisible; el olor, el terrible
hedor que llegaba desde las sentinas del barco. La sentina en realidad era una
espacio que se llenaba de piedras con el fin de evitar que el barco se
inclinara peligrosamente, pero también un deposito situado sobre la quilla
donde iba a dar el agua que penetra en el barco y que a su vez arrastra todos
los residuos y deshechos del mismo, orinas y deposiciones del ganado, ratas
muertas, restos de comida. Todo esto fermenta con la falta de ventilación, el
calor y la humedad. Como esta es la zona mas inferior del barco, solo por encima
de la quilla, debe limpiarse con frecuencia pues hiede como el aliento del diablo
y apesta toda la embarcación. Periódicamente debía ser vaciada utilizando para ello
la bomba manual. Una de las peores noticias que puede recibir un marinero es la de que, por avería del mecanismo, se debe vaciar manualmente el pozo de sentinas. Si
bien es cierto que el olor no mata, ellos lo tenían por homicida pues los
riesgos de perecer en aquella operación eran considerables
Por eso los rostros desencajados de los pasajeros de la
cubierta inferior eran bien ilustrativos de las penosas condiciones de su
viaje. Por turnos se les permitía disfrutar del aire puro dos o tres veces al
día. Muchos de ellos aprovechaban para
orinar en cualquier lugar discreto, que no lo había, o lo empleaban en despiojarse unos a los otros. Desesperados por las picaduras de pulgas y chinches, lanzaban
al agua sus camisas y otras prendas de vestir sujetas con una cuerda y al cabo las retiraban. Hacían caso omiso de las advertencias de los marinos que ya había experimentado la insufrible comezón en la piel causada por la sal pegada a los tejidos. Aunque había varias decenas de barriles con
agua dulce esta solo se utilizaba para beber, de tal manera que había dos
opciones para limpiar la ropa: o se esperaba algún benéfico chaparrón o la prenda debía
aguantar sobre la piel junto a su incomoda población durante toda la travesía. Sea como fuere los hombres llegaban a su destino prácticamente desnudos. Yago empezó a sentir el azote del Sol en su piel reseca e irritada por el efecto de la sal. Solo encontraba un fugaz alivio al humedecerla con agua salada, pero el efecto a la larga era peor, como intentar apagar el fuego con hierba seca. El viaje se había convertido en una sucesión de incomodas penalidades, a cual peor, y solo quedaba el consuelo de que las más severas acallaran aquellas tenidas por más leves.
El capitán resolvió sacrificar varios corderos y gallinas, aunque
la sangre de estos sacrificios se precipitó sobre parte de las hamacas
dispuestas en la primera cubierta. El hambre saciada causaba una algarabía festiva
entre los pasajeros, cuyos estómagos aún podían disfrutar de los alimentos
frescos embarcados. Poco podían imaginar que estas jornadas ya no se repetirían
hasta tocar tierra. El cercano arribo a las Islas Canarias donde se reforzaría
el avituallamiento del barco permitía este dispendio que no a todos alcanzaba
puesto que, solo la tripulación y algunos pasajeros, previo pago, podían comer
carne fresca, el resto tenía acceso al agua, pero debía procurarse la
alimentación hasta la inevitable dieta de las bizcochos secos que a partir de
los treinta o cuarenta días de navegación se hacían obligados. Cada uno de los
tripulantes disponía de un litro de vino al día aproximadamente, el vino o el
mosto, solos o mezclados con agua, eran uno de los pocos alivios en las
agotadoras jornadas de la marinería. Los primeros días el agua dulce se
distribuyó generosamente, fue a partir de la terrible tormenta que zarandeo el
buque a los 15 días de abandonar las Canarias cuando se
empezó a racionar. De su distribución se ocupó el "alguacil de agua", acompañado por hombres armados. Las ordenanzas exigían que este
sujeto, junto al despensero encargado del reparto de la comida, fueran de
naturaleza callada y cortés, siendo de absoluta confianza del capitán. Los
motines en el interior de un barco eran relativamente frecuentes, siendo el detonante
principal tanto el hambre como la sed.

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Aunque se trata de una carabela del siglo XV a XVI la nomenclatura es útil. Permite identificar las distintas partes de un buque [picar para ampliar imagen] |
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Bomba de achique del buque Vasa. XVI
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Escorbuto. Musée del Moulages Dermatologiques de l'Hopital Saint-Louis. París
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Las restricciones en la dieta empezaron a tomar una cierta carta de naturaleza pero aún se hacían tolerables. La tormenta había zarandeado
el barco durante cuatro horas, causando severos daños en el pañol donde
se conservaba el agua potable y los alimentos en salazón. No
tardarían en corromperse por lo que el capitán determinó hacer uso de ellos en las siguientes jornadas hasta que su olor se hiciera intolerable. Mas esta dieta en salmuera, si bien cubría las necesidades alimenticias, exigía incrementar la ingesta de agua que, en las siguientes jornadas, al entrar el
barco en una inesperada calma, se hizo perentoria. La tormenta había causado
victimas; diez personas fueron barridas de la cubierta por las olas pese a que
se habían amarrado con sogas a los mástiles. También se perdió uno de los caballos que, al desprenderse parte de los tirantes que le anclaban, quedó al pairo de su terror, emprendiendo una corta carrera suicida por la cubierta cayendo al agua para ser devorado por la mar enardecida. Las ultimas gallinas vivas se ahogaron en sus jaulas y dos
marineros perecieron aplastados por el corrimiento de la carga. Yago comprendió
al fin el material sobre el que había construido sus temores, los desastres que alimentaban las terribles leyendas urdidas sobre este abismo líquido en el que como una insignificante nuez flotaba su galeón. No daba miedo aquello que ves sino aquello que imaginas. Por eso no puede decirse que viniera engañado, al embarcar se había encomendado a la Providencia. Hizo todo lo posible por no ahogarse aunque las violentas sacudidas del oleaje sobre el galeón a veces le hicieran perder el sentido de la orientación, hubo momentos en los que juraría haber confundido el cielo con la mar embravecida, tal era el parecido entre el cielo rasgado por los rayos y las aguas rotas por las olas. Cuán cierto era que en estos momentos en los que el destino no acababa de decidirse la vida toda se nos pasa por delante: su hogar, si a aquella cochiquera en la que había nacido se le podía llamar tal cosa, su madre, su padre también, el primer amor, el primer desamor, las penalidades, los amigos, quizás una vida mejor.
Tenía
la esperanza de que las violentas batidas del oleaje habrían aligerado el barco
de aquella población de indeseables oportunistas: ratas, ratones, cucarachas y chinches, mas vano
ensueño el suyo, no tardaron en reemprender
su saqueo, si cabe mas osado y violento. Su presencia se hacía insoportable durante aquella terrible calma chicha
que mantuvo tres semanas anclado el galeón, chapoteando torpemente sobre el agua, sumiendo a los pasajeros y la tripulación a una prueba de fuego que solo era acompañada por el tímido movimiento de alguna que otra ola golpeando sin fuerza el casco animando así el
crujido de las arboladuras A veces una
sacudida de las velas llenaba de esperanza sus corazones pero estas se armaban sin ganas y pronto el paño recuperaban su vertical inactividad. Jarcias y cuadernales se balanceaban monótonamente un día sí y otro también !Moriremos todos¡ voceó desde el camarote del Gobernardor una garganta desesperada. Un grito femenino, como el filo de un cuchillo, dejo a todos sobrecogidos porque a muchos les pareció que anticipaba un manifiesto destino. De hecho todos los días se lanzaban al mar cuerpos rotos por la enfermedad, inánimes y debilitados hasta el extremo de que la muerte les había sorprendido durante las horas de sueño.
Yago supo ver en el rostro grave del capitán la importancia del momento, si no
soplaba pronto el viento morirían de sed o de hambre o de ambas cosas a la vez.
Las consecuencias no se hicieron esperar, todo el pasaje, incluido el capitán, estaban obligados a respetar el racionamiento tanto mas cuanto que por un
descuido de la tripulación las ratas habían roído la base de numerosas pipas de
agua dulce, derramándose su contenido. El resto del líquido empezaba a corromperse; en el interior de algunas toneles había aparecido cadáveres de roedores y lo
que es peor; cucarachas. Pese a ciertos tópicos, el más duro enemigo en un barco
lo constituye este insecto voraz. A diferencia de la rata, que se nutre, la
cucaracha es un depredador total; se alimenta de todo, incluso de la madera del
barco, del metal y de sus propios congéneres muertos, ademas posee un olor
desagradable que deja impregnado todo aquello que toca. Se dice que Colón, en
uno de sus viajes, se vio tan apurado en sus suministros que obligó a su
tripulación a comer durante la noche, de esta manera parece que los hombres se
mostraban menos reacios a digerir alimentos en deplorable estado.
Si bien las
galletas empezaban a apuntar en el paladar una cierto sabor a moho, Yago sabia
que este no era el principal problema. La falta de agua era mas inmediata y
perentoria. La ración diaria se iba reduciendo porque el "alguacil de
agua" que repartía el liquido dos veces al día, utilizaba cada vez un recipiente mas pequeño en su reparto y la dotación de marinería armada que lo acompañaba se iba doblando
por momentos. Los episodios de indisciplina en el reparto se cortaban de
inmediato. Un motín era un episodio
violento incontrolable, abocado a la ejecución de la oficialidad del buque porque los insumisos sabían que serían ejecutados de inmediato de no hacerlo. Solían empezar por alborotos
menores a los que no se había sabido parar a tiempo. Toda la oficialidad lo sabía. El capitán del buque podía
tener muchos defectos, estar corrompido hasta la médula; mercancía de contrabando, pasaje embarcado como
polizones, sobornos, pero ejercía el principio de autoridad de forma
terminante. Cualquier protesta era cortada de raíz y el alborotador principal
recluido en total obscuridad en el interior del buque, cerca de la sentina
durante un día seguido. Veinticuatro horas respirando el aliento húmedo y ponzoñoso del
corazón del galeón amasaban los corazones más violentos e indisciplinados.
Hasta que se
agotaron las reservas de vino, se solía añadir al agua para adecentar su sabor
a cloaca. El capítulo del reparto de agua tuvo visos de resignada compostura,
pero una vez acabado el vino se hubo de recurrir al vinagre, utilizado a veces
para limpiar la cubierta y en los barcos de guerra empleado para refrigerar las
piezas de artillería tras su uso. El paladar era mas grosero pero el vinagre
era capaz de aliviar mejor la sed. Cierto día se anuncio que el reparto de agua
quedaba reducido a la mitad, que no había mas vinagre y que la distribución se
efectuaría a media noche. Prácticamente había que tantear el vaso. El capitán
resolvió emplear el recurso de Colón y decidió apagar la sed de su tripulación
con un liquido baboso resultado de la descomposición de miles de cucarachas caídas al interior de las pipas de agua. Esta repugnante
colación a la que se llamaba "agua mareada" fue la ración de agua
durante diez días hasta que cierta jornada, precisamente durante el reparto del
liquido, Yago noto como una pequeña gota de agua le golpeaba la frente y después
otra la mejilla. La tripulación toda, como movida por un resorte, miró al cielo, incrédula al principio, pero tornando pronto el silencio en gritos de júbilo: la Providencia se había acordado de ellos: estaba lloviendo. Al principio eran gotas pequeñas como la punta de un alfiler, casi
habían olvidado el refrescante tacto del agua pura, pero solo eran unas gotas, no aguantarían otra jornada más sin agua. De pronto, como si sus ruegos
hubieran sido escuchados, el cielo todo se abrió y la lluvia empezó a golpear
torrencialmente al sufriente galeón. Al principio todos quedaron paralizados,
deleitándose con aquella deliciosa afusión,
perplejos, hasta que la fuerza de la realidad les devolvió a su precariedad. No había tiempo que perder, se desmontaron rápidamente las lonas
que cubrían tanto la tolda como la toldilla formando con ellas sendas bolsas con el fin de represar allí el agua dulce. Sacaron de las bodegas todas las
pipas vacías, y con ayuda de los calderos y otros recipientes los rellenaron del preciado líquido. Fue entonces cuando descubriendo la causa del extraño sabor del agua, debido a los
centenares de cucarachas que tapizaban el fondo de los toneles. Afortunadamente
el activo gozo que todos experimentaba por aquel milagroso chaparrón consiguió
apagar los brotes de repugnancia.
Fue
una noche fatigosa y mágica por eso todos la dieron por bien empleada. La lluvia
había traído el viento y las velas empezaron a tomar cuerpo. Ya de madrugada,
cuando Yago despertó, sintió el frío del amanecer y por primera vez desde hacia
mucho tiempo abrigó sólidas esperanzas de concluir con bien aquella travesía.
No fue sin embargo el ultimo episodio desagradable pues dos jóvenes polizones
fueron sorprendidos en pecado "nefando" lo que acarreó el severo
castigo de su ejecución, siendo colgados de
uno de los palos que vestía el galeón y allí permanecieron balanceándose 24 horas
para escarmiento de toda la tripulación. La sodomía, era de todos los
delitos, el más despreciado por aquellos hombres tanto tiempo privados de
compañía femenina. Un pecado que a fuer de despreciarse acompañaba discretamente la
realidad de cualquier travesía y cualquier buque, alimentando con silencios incómodos el diario de la tripulación. Por lo demás la abundancia de
agua dulce hizo que las privaciones alimenticias fueran más llevaderas pese a
que las galletas estaban húmedas albergando en su interior desconocidas larvas. A veces los tripulantes pescaban algún que
otro pez con el que aliviaban su modesta y monótona dieta en la cocina del
buque que solo se encendía una vez al día, cuando el mar estaba más calmo y
que se hallaba dispuesta en la cubierta a fin de prevenir incendios. La inquietante presencia de escualos siguiendo el buque traía a los mas experimentados marineros los peores miedos, siendo
testigos y supervivientes de espantosos naufragios en los que la mitad de la
tripulación y pasajeros habían sido devorados por aquellos odiosos monstruos.
Afortunadamente los únicos mordiscos que había sufrido los
navegantes eran debidos a las hambrientas ratas. Tanto se habían reproducido
en el interior de las bodegas que a falta de alimento se devoraban unas a otras, atacando al pasaje durante las horas de sueño y haciendo de las orejas su manjar
mas apetecido. Roían hasta la madera del barco de forma que causaron sendos
estropicios por debajo de la linea de flotación del buque, fue esto y no otra
cosa lo que determinó al capitán a establecer contra ellas una campaña de
exterminio ocupándose parte de la tripulación en este menester, lanzándolas aún vivas por la borda lo que contribuyo a acercar al barco a numerosos
tiburones atraídos por el desesperado movimiento de los roedores en su denuedo
por no ahogarse. Las refriegas fueron numerosas sobre el puente y sobre todo en
las bodegas, lo que de alguna manera sirvió para entretener a la tripulación y
sobre todo a los pasajeros atormentados por la agresiva rapacidad de aquellos
animales. Solo en aquel momento empezó a significarse por su capacidad de
liderazgo el capellán del barco que, afectado por disentería, había permanecido
convaleciente en su camarote de popa durante buena parte del viaje. Nadie se
explicaba como había podido sobrevivir aunque su enfermedad se hubiera llevado al
menos veinte kilos de su generoso corpachón. Cierto que aquellas operaciones de
exterminio redujeron la población de ratas en el barco, pero nada se pudo hacer
contra las cucarachas, los piojos y las liendres que por cierto habían empujado
a parte del pasaje a aligerar el vello de sus axilas y su entrepierna por el
rápido procedimiento de darle fuego al cabello chamuscándolo.
Fue entonces
cuando Yago se dio cuenta de que apenas le quedaba la suela de sus zapatos y que el
resto había desaparecido. No tardaron en avistar tierra de forma que la navegación hasta Buenos Aires se hizo costeando. Había perdido todos sus enseres, pero al menos le quedaba una camisa, unos calzones y una cuerda con la que fijar las suelas a sus pies. Suficiente indumentaria para empezar una nueva vida.
Yago vivió cuarenta años más, tuvo doce hijos, más o menos, y murió en su cama, rodeado de sus seres
queridos. Fue un buen hombre, nunca golpeó a su esposa a la que permaneció fiel, más o menos. Jamás olvidó aquella travesía.
Galeones de España consta de dos entradas:
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Veneno y envenenadores en La Historia