UNA PUERTA HIZO LA CIVILIZACIÓN





Las puertas, el origen de la intimidad




LA IMPORTANCIA DE UNA PUERTA: Una puerta marca un antes y un después en el proceso civilizador, de hecho anima a solicitar permiso para franquearla, lo que ahonda en un aspecto que hoy marca a fuego el devenir de las sociedades modernas: la intimidad. Hace mil años la privacidad estaba aún por desarrollar en muchos aspectos, pero ya se tenía como un derecho, tal es así que en la ciudad de León, en el norte de España, las leyes permitían arrancar las puertas de las casas para así pagar las deudas. La puertas avalan la intimidad, son el baluarte físico que así lo avala, una conquista humana que hasta cierto punto hay que ganarse, no se regala, por eso un peculiar alcalde de una serie de «streaming» confisca la puerta de un vecino porque entiende que la intimidad hay que merecérsela y el incivismo del protagonistas merece tal castigo. Le sanciona con ese desnudo público, la ausencia de puerta le deja indefenso.

         La puerta dirime espacios, los cierra y «bunqueriza», en su momento fue una conquista de las clases medias. Solo es preciso regresar al Medievo, más cerca aún, hasta la Ilustración, las casas eran una marabunta de actividad sin espacios tenidos como propios. La familia no solo era la mujer y los hijos, incluía los criados, familiares gorrones que no tenían donde ir y otros que sí tenían dónde pero que eran igual de gorrones. Este sonido de los nudillos golpeando una puerta: «¡toc, toc!», tardó en llegar y señala algo más que una onomatopeya. Es la culminación de la civilidad, el reconocimiento como derecho de la intimidad y que daría paso a un: ¿se puede? Que es ya la exaltación de nuestro sello cultural, al menos en Occidente. Hasta finales del XVIII las residencias de la nobleza se construían en enfilade, es decir un largo corredor que daba acceso a las estancias de las casas dispuestas sobre ese eje sin obstáculo físico ni visual alguno y que se sucedían unas tras otra como las páginas de un libro: aquí los niños jugando, en esta otra la marquesa durmiendo, aquí comiendo, y así sucesivamente. Para cumplimentar al dueño de la casa era preciso atravesar todas y cada una de las salas como si estuviéramos deambulando por un museo capaz de ofrecernos una instantánea de los quehaceres de sus habitantes, pues el dueño solía alojarse en la parte más alejada de la entrada. Todos lo hemos visto, sobre todo en los grandes palacios del siglo XVIII, no es extraño que la última reina de Francia, María Antonieta dispusiera de una puerta oculta,  enmascarada en el friso de su cámara y que, llegado el caso, la permitió huir de la turba que asaltaba Versalles. El antiguo Alcázar de Madrid, un inarmónico edificio que acabó incendiando, disponía de numerosos pasadizos secretos, estancias recoletas y escaleras ocultas destinadas a anonimizar las idas y venidas de sus numerosos y licenciosos habitantes, sobre todo las escapadas nocturnas del inquieto y promiscuo Felipe IV. Y eso que la monarquía española, a diferencia de la francesa, era mucho más celosa de su intimidad, pues aquella encontraba en la exposición pública permanente un eficaz ejercicio de propaganda ante su pueblo. Cierto que Luis XIV, el hijo de una princesa española, harto de las permanentes intromisiones en su privacidad, se había hecho habilitar una especie de saleta privada a la que solo tenían acceso sus íntimos. Ni siquiera el servicio podía irrumpir en el mismo, haciéndose servir la comida a través de una especie de montacargas

        Una puerta es la que te separa a ti del resto del mundo. Si no existieran puertas no habría fronteras que, dicho así puede resultar conmovedor, pero que impediría recintos donde guardar el ganado y espacios que aseguraran tu descanso y el de los tuyos, algo que el hombre ha buscado con afán desde hace milenios. La puerta es algo más que un objeto, es un símbolo, un placebo que sirve para calmar tu inquieta existencia. Naciste tras una puerta: el tapón mucoso del útero de tu madre y tus restos descansaran tras otra: la tapa del ataúd o la trampilla del horno. De alguna manera las puertas siempre han estado ahí, las puertas del Vaticano, por ejemplo, las primeras puertas del templo duraron mil años hasta que fueron sustituidas por las actuales: madera de cedro: muy dura e imputrescible. Dureza y olor se conjuraban para guardar el recinto, aunque hubo un tiempo en el que el mal estaba dentro y no fuera. Otras puertas terribles son las del cielo o el infierno, unas hay que ganárselas y requieren esfuerzo; son las del cielo; otras siempre están abiertas, son las del Averno, pareciera que el mal está en nuestra naturaleza y solo debemos dejarnos llevar por nuestros instintos para franquear estas últimas.

         Las puertas son el elemento básico de la civilización porque son las que hacen el hogar. Kant decía que diferencia a un pueblo civilizado del que no lo es estriba en la posesión de una casa, eso que tenemos en propiedad o arriendo, pero que siempre aporta las mismas sensaciones de espacio propio.   Yo creía que en Rusia el sistema represivo soviético había impuesto la apertura de las puertas exteriores hacia afuera, lo que impediría el bloqueo de la misma por los residentes, pero esto no es cierto. Parece que la apertura de la puerta hacia el exterior es más eficiente en climas gélidos. Los sistemas socialistas (llamados otrora los países del socialismo real) crecieron vigilando con suspicacia toda muestra de individualidad, pero al final se impuso la fuerza de la especie: la intimidad no surge como una derivación indeseable de la propiedad privada es algo connatural al ser humano que se garantiza con ello un espacio vital, para sí y para los suyos, una zona de confort, un ámbito de respeto. Por eso Kant decía que el hogar es la civilización y las puertas el baluarte que lo hace posible. 

        Muy quisquillosos con las puertas son los árabes, en las típicas ciudades árabes; en las medinas es difícil ver una puerta enfrentada a la otra, esto permitiría entrever la intimidad del vecino cuando las puertas estuvieran abiertas. Ningún pueblo tan celoso de su privacidad como el árabe que hasta regula la altura y tamaño del vano de sus ventanas convirtiéndolo en una mera tronera de ventilación y no en un mirador. En las medinas los árabes no miraban por las ventanas, pues carecían de ellas. La identidad de la tribu, el cabilismo de su civilización, se impone de alguna manera como una puerta psicológica infranqueable, tal y como a su manera se forjan los nacionalismos modernos que se autoexcluyen del entorno dominante, pero no para garantizarse la supervivencia del grupo, sino para avalar privilegios: el rudo caciquismo transformado ahora en un proyecto colectivo identitario.

        Hay dos términos concurrentes que conviene precisar: intimidad y privacidad. El ultimo, la privacidad, es mas normativo, puede regularse por ley, pero la intimidad compete más a las manías del personal, la forma personal que tengo de regular mi exposición pública. La puerta es buen indicio de hasta que punto la intimidad no solo refiere a aquello que me separa del mundo,  la puerta de calle, por ejemplo, también las diversas puertas que organizan la jerarquía de mi familia. La puerta del dormitorio matrimonial es sagrada, soporta una viva y a veces tortuosa evolución en la sociedad. Otra puerta de la que no podemos prescindir, visual y olfativamente aconsejable, es la del cuarto de baño, puede que sea, junto a la puerta de calle la única que dispone de pestillo de seguridad. de ahí su importancia.