HISTORIA SOCIAL DE LA HIGIENE: LAS LAVANDERAS

 



OFICIOS DE OTRO TIEMPO, LAS LAVANDERAS

        El fuego, la rueda y los clavos, suelen encabezar, por este orden, la lista de los grandes inventos de la humanidad. No encontraréis entre los primeros cien candidatos a liderar esta lista exclusiva un aparato que ayudó a liberar a la mitad de la especie humana de una servidumbre feroz; me refiero a la lavadora. Este aparato, que consiste básicamente en un cilindro que gira impulsado por un motor a velocidad variable, ha sido capaz de establecer una línea en la intendencia del hogar. Por un lado, ha permitido proporcionar a nuestras prendas de vestir una limpieza, y por lo tanto higiene, de la que antes carecían, pues no se lavaban todas las semanas, y por otro, ha sido capaz de ganar horas al día, pues la fatigosa actividad de la colada, es decir, todo aquello que conlleva el lavado de las prendas, requería hasta una jornada entera y 24 o 48 horas más para conseguir su secado atendiendo a la climatología. 


Paradójicamente, aunque cada vez nos vayamos liberando de trabajo físico, el mundo moderno es capaz de generar tales compromisos que este ahorro no se dedica a disfrutar del tiempo libre, sino que se invierte en obligaciones difusas que hacen los días más cortos y la vida más estresada. Pero esto es ya otra cuestión. Desde luego carecemos de la posibilidad de reeexperimentar el diario vivir de nuestros antepasados, un hecho tan rutinario como el de disponer de ropa limpia para el uso cotidiano, exigía un considerable esfuerzo que no estaba al alcance de todos y que no formaba parte de la rutina diaria. Para ello se precisaban sustancias de arrastre, conocidas vulgarmente como jabón, y cuyo efecto pudiera completar al arrastre del agua. Desde luego, en el pasado, el formato jabón no ha existido tal y como lo conocemos hoy. Las primeras referencias se remontan a la antigua Mesopotamia, un lugar entre ríos situado aproximadamente en torno al actual Irak. Las primitivas dinastías chinas, Zhou [1050-250 a. C], por lo visto empleaban una mezcla de cenizas con conchas trituradas. La variedad botánica conocida como Gleditsia sinensis, además de ser empleada durante milenios por la medicina tradicional china, era un eficaz detersivo usado por las clases más humildes en el arrastre de la suciedad, tanto en las prendas de vestir como en la higiene personal. Durante la brillante dinastía Tang (581-682) la Gleditsia sinensis se mezclaba además con el páncreas de cerdo y otros ingredientes, produciendo un limpiador muy potente (1). 


La limpieza de la ropa se efectuaba en la antigua Roma en las conocidas como fullonicas, y aquí el trabajo más penoso recaía en los hombres y los niños. Roma, como todas las sociedades complejas, necesitaba energía para moverse, y la fuerza capaz de permitir a los romanos vivir como lo hacían la proporcionaba la fuerza de sus millones de esclavos. Era pues una sociedad movida por el músculo humano. Séneca desliza entre el paramento de su filosofía, episodios de la vida cotidiana referidas al diario vivir de la ciudad de Roma y se refiere al  fullonicus saltus(2) como la agotadora práctica a la que hombres y niños estaban condenados todos los días, pateando sobre montones de ropa (las togas romanas podían tener unas dimensiones de 8 a 10 metros cuadrados) sumergidas en una colación en la que la orina corrompida y la creta fullonica (tierra de batán) y el azufre  servían para arrancar la suciedad y realzar los colores. Este agotador bataneo tenía consecuencias para los esclavos (fullos) allí empleados, se traducía en heridas en las piernas como consecuencia de la rotura de la piel por el efecto irritante de la orina, precedido esto de una feroz dermatitis que causaría una insoportable picazón en sus extremidades. Las fullonicas debieron de proporcionar un completo servicio de limpieza y adecentamiento: lavado, secado, teñido y hasta perfumado. Los tintes más estimados por las elites romanas, hasta que su uso fue prohibido, se correspondían con el empleo de la púrpura, también conocida como púrpura de Tiro (aunque ya por aquel entonces los yacimientos del Levante Mediterráneo estaban prácticamente agotados). La púrpura se obtenía de un molusco ( murex) cuya impregnación en las telas proporcionaba un tintado único, pero que olía fatal, dejando impregnado los vestidos con cierta afrenta olorosa (ver: Acerca del Perfume y el Olor. J. García) de ahí la necesidad de ventilar y orear las telas, amen de practicar otros tratamientos, como el remojo en agua en el que se había macerado lavanda o laurel u otras raíces aromáticas, práctica esta mantenida hasta bien entrado el siglo XIX


A pesar de que el púrpura sedujera a los romanos, el peso de las tradiciones culturales hizo que Roma buscara la blancura en sus prendas más simbólicas (toga, palla, etc.…), porque ningún color como el blanco puede expresar la limpieza, y extensivamente, la calidad moral y dignidad de quien la porta. Este mecanismo psicológico lo heredaron de los griegos y estos a su vez de los egipcios. Ningún pueblo como el de las pirámides gustaba tanto del color blanco, comportaba la pureza del alma, la limpieza espiritual y la calidad jerárquica de aquel que lo portaba. Por eso las lavanderas eran tan importantes, toda una industria dedicada a la limpieza del vestido se desarrolló en torno a los desaparecidos palacios civiles del antiguo Egipto, atendiendo al faraón y a su numerosa familia. El lino era el material preferido, es una planta, y una vez manufacturado y convertido en prenda de vestir, ganaba en blancura y elasticidad cuanto más se lavaba. El lino era el material que por defecto se utilizaba en el vendaje de las momias, llegándose a emplear cientos de metros en el proceso de cubrición del cadáver. No obstante, los primeros registros hallados sobre la fabricación del jabón se encuentran en tablillas mesopotámicas, datadas en el tercer mileno a.C. Las tablillas establecían la grasa animal y una lejía alcalina, derivada de cenizas de madera y agua, como la mezcla capaz de arrancar la suciedad de las prendas de vestir. Otra receta acadia (mil años a.C.) incorpora la cúrcuma al proceso. En cualquier caso, y dentro de la parquedad que es propia a la cultura mesopotámica, el proceso de fabricación del jabón en Mesopotamia parecía estar sujeto a una cierta reserva, tanto en los datos, como en el proceso de elaboración, sirviendo esto de referente precoz a la cautela con la que los fabricantes actuales tratan sus productos más señeros.


Durante la Edad Media se conocían diversas fórmulas para elaborar el jabón, pero todas estaban basadas en un compuesto de grasa y ceniza mezclada con agua. No se empleaba el jabón para la limpieza corporal, pero las aportaciones de la expansión árabe en el sur del continente y la experiencia de los Cruzados, incorporaron el uso de jabones a la higiene personal. Cierto que no todos eran adecuados, pues frecuentemente se elaboraban con sustancias bastardas como el aceite de pescado, en el caso de las Islas Británicas. Otro preparado como el llamado jabón de Castilla, más refinado, ya que incorporaba en su manufactura el aceite de oliva, pronto se convirtió en un artículo de lujo. Fueron las mujeres las que entre otros muchos cometidos se ocuparían de elaborar sus propios jabones, almacenando grasas y cenizas para después hervirlas y conservarlas. Lavar la ropa no era nada fácil, muchas viviendas carecían propiamente hasta de prendas que lavar, y solo poseían la de uso diario, no era pues extraño que la inexcusable limpieza exigiera cobijarse desnudo en el interior del hogar, ya que no se disponía de otra pieza con la que reemplazar la lavada. Aunque las casas de la aristocracia parece que efectuaban un gran lavado de ropa de cama al menos una vez al mes, se lavaba la ropa lo mínimo posible, las prendas, quien pudiera permitírselo, se almacenaban durante semanas después de un uso exhaustivo también. El olor, además, penetraba hasta tal punto en el tejido, que ocupaba más tiempo orear la prenda que limpiarla: Se creía que las polillas odiaban tanto el hedor como las personas, constituyendo esto un elemento de protección. 


La baronesa d'Aulnoy (1651-1705) que parece que mentía tanto como hablaba, refería la mala fama de las lavanderas españolas en el siglo XVII, porque golpeaban la ropa contra los pedruscos más puntiagudos destrozando las prendas así tratadas. Este siglo precisamente, el XVII, se sufrió en Europa una fobia al agua que incluía la aversión al aseo personal. La gente olía mal, y utilizaba para enmascarar el olor, abundantes y fuertes perfumes. La higiene se contempló más bien en relación a la prestancia de la ropa; la ropa blanca era la que marcaba la limpieza, de tal manera que la rápida renovación de esta, las camisas, sobre todo, exigía mantener un abundante guardarropa en lo que a prendas blancas se refiere. Un ejemplo fue el de Rousseau al que le preocupó más mantener un abundante guardarropa (tenía unas 20 camisas) que el destino que pudieron tener sus hijos a los que abandonó en los orfanatos.


Uno de los primeros empeños que enfrentaban las villas y ciudades pasaban por el manteniendo de los lavaderos, evolucionaron desde un simple lugar en el río, hasta su reglamentación municipal: horas de uso, estado del agua, etc. Con el tiempo, se llegaron a habilitar cubiertas que protegieran a las lavanderas de la lluvia, o cañizos atendiendo a la climatología reinante, el mero hecho de embalsar el agua en las tinas ya fue de por sí una destacada conquista, pues permitió a las mujeres fregar de pies. Las piedras del lavadero solían estar talladas con canaladuras, lo que vulgarmente se conoce como piedras de lavar. Las herramientas de una lavandera comprendían el cajón de madera, tabla con hendiduras, mazo para golpear, un cepillo para la suciedad resistente y jabón. La mujer se arrodillaba en el cajón que bien podía estar forrado o disponer de una base de paja para acomodar su peso, además el cajón impedía que estuviera en contacto permanente con el agua. Los conflictos por el uso de aguas corrientes de las que todos los habitantes se servían estuvieron a la orden del día, uno de ellos tenía que ver con la calidad del líquido en el cauce, si el ganado pastaba en las proximidades, hacia inviables el empleo de las aguas por sus deposiciones, y a la inversa, la suciedad y los restos de jabón no hacían saludable el agua para su uso por las bestias, ni por supuesto el agua de consumo. En Milán, por ejemplo, atravesado por dos o tres potentes cursos de agua, las lavanderas preferían desplazarse extramuros de la ciudad, porque el curso de los canales estaba tan contaminado por residuos orgánicos, que no permitía su uso decente.


Las lavanderas vivían en el permanente desasosiego líquido, empapadas todo el día y particularmente durante las frías jornadas del invierno. Además, se exigía un gran esfuerzo físico porque la ropa mojada aumenta hasta cuatro veces su peso y podían llegar a manipular pesados cortinajes, mantas y sábanas, era por ello por lo que frecuentemente se exigía la presencia del varón que se encargaba de transportar esta ropa de peso, allá donde se determinara el punto para su secado, que habitualmente y si el tiempo lo permitía, era a cielo abierto. Las peculiares características de su trabajo, frío en invierno y calor en verano, empujaba, en este último caso, a aliviarse de ropa, con el fin de acometer la colada con mayor comodidad, dándose el caso de que las autoridades municipales, forzadas por la impertérrita moralidad, multaran a muchas de ellas por lavar con las enaguas levantadas o más ligeras de ropa, lo que llegaba a atraer el voyerismo ocioso de los varones. 

 

La lavandería fue un oficio practicado fundamentalmente por mujeres. Hasta 200.000 mujeres parece que ejercieron el trabajo de lavandería en Inglaterra, a principios del siglo XX. En España casi 2000 lavanderas atendían a una población de 500.000 habitantes como era el caso de Barcelona a principios de siglo, esto solo contabiliza las personas registradas en el oficio, pues fueron innumerables las casas particulares la limpieza de la ropa constituyó una práctica habitual.


Era muy pintoresco la blanca cenefa que abrazaba las orillas del río en el Madrid del siglo XIX. Pintando un paisaje marcado por el soleo de las prendas puestas a secar en ambas riveras del rio Manzanares, los cañizos para proteger del sol a las lavanderas y las pértigas sobre las que colgaban aquellas prendas, que tanto esfuerzo habían exigido para su lustre. Si tenemos en cuenta que tanto en Madrid como en otras grandes ciudades: Barcelona o Valencia, los grandes hospitales o acuartelamientos hacían uso de sus servicios, podemos aventurar la gran demanda existente para el blanqueo e higienización de los lienzos. Con todo, las adversidades que ha de enfrentar una lavandera en el sur de Europa adquieren tintes de heroicidad en climas extremos, este es el caso de Rusia, donde el lavado de la ropa en el rio Neva, en San Petersburgo, durante el siglo XIX, exigía perforar antes el hielo. Los visitantes extranjeros se sorprendían de la dureza de las mujeres rusas, usando impertérritas sus manos de hierro, capaces de soportar temperaturas extremadamente frías con un abrigo somero, mientras aclaraban la ropa en la corriente del río a través de los agujeros que habían practicado en el río, y que parecían hervir por la diferencia de temperatura entre el agua del mismo y el frio exterior. A fin de paliar, en la medida de lo posible, las afiladas rachas de viento, disponían a su alrededor de ramas de árboles sobre las que tendían esteras, esto les resguardaba un poco del helador viento. En cuanto a la lejía las rusas disponían de una fuente permanente en las cenizas de los hornos de su hogar, si en algo ha compensado la naturaleza la dureza de sus condiciones climáticas, ha sido con esa interminable provisión de maderas en sus infinitos bosques con las que podían alimentar y calentar su hogar. En zonas de Siberia el jabón se obtenía hirviendo vísceras de animales, mezcladas después con ceniza y cal. Este jabón apestaba, pero era una solución sobrevenida ante las múltiples dificultades que encontraban en su vivir diario los habitantes. Los viajes espaciales, por cierto, aún no han encontrado solución para higienizar la ropa de los astronautas, simplemente se deshacen de ella, la tiran. La frecuencia con la que deben de cambiarse es notable, teniendo en cuenta que, con el fin de prevenir complicaciones físicas, se les exige un ejercicio intenso y diario


Aunque Calderón de la Barca se haga eco del heroico y generoso proceder de una lavandera llamada Filippa Catanese, que prefirió entregar su vida antes que traicionar a su benefactora (4), suelen destacarse dos aspectos relacionados directamente con la práctica del oficio, imprimiendo en las lavanderas una cierta mácula de imperfección moral, surgida de las características de su oficio, ligado básicamente a limpiar la suciedad. Se pensaba que cualquier trabajo relacionado con la manipulación de lo sucio no dejaba incólume a quien lo practicaba, produciéndose una suerte de infestación que acababa por alterar los valores individuales, bien por el contacto con lo sucio, bien porque las características del trabajo agrupaban a grupos sociales automarginados, cuyas perspectivas de vida quedaban dañadas por la calidad del material que manejaban.  Este aspecto queda reflejado en la sociedad de castas hindú, en las que colectivos tradicionalmente marginados como la de los dalit, intocables, se ocupaban de la limpieza de la ropa, acorde con su naturaleza impura y físicamente sucia. El oficio quedaba señalado socialmente como una cicatriz, una suerte de enfermedad nefanda como las huellas que dejaba la sífilis en los rostros de los enfermos y que servían para denotar su perversión. Las lavanderas eran condenadas al ostracismo, pues solían trabajar con la inmundicia. Aún en el siglo XIX en Francia se tenía al gremio de lavanderas como granujeado por la contaminación natural de su trabajo. 


El otro punto importante tiene que ver con la delicada información que la práctica de la limpieza proporciona de los otros. Limpiar la suciedad ajena puede ofrecernos una parte de su intimidad y que de alguna manera resulta incomoda, por eso se lava.  Porque lo sucio, como resultado de algún descuido orgánico, puede efectivamente señalar esa falta, pero también apuntar un vicio, una nefanda costumbre o una enfermedad que nos avergüenza.  Dicen los arqueólogos que las zonas con mayor grado de productividad informativa son aquellas que coinciden con los vertederos, los muladares, las escombreras, aquellas zonas donde nos desprendemos de lo que no nos sirve o nos molesta. La suciedad tiene historia, deja una huella, y la ropa, sobre todo la íntima apunta costumbres, poluciones, derrames. Felipe II era conocido como el rey papelero, aventuró la modernidad en la gestión de su vasto imperio, por eso hizo de la información uno de los puntales de su gestión. Sabía cuánto podía dar de si el conocimiento confidencial de sus rivales y por eso no dudó en sobornar a una lavandera de la reina Isabel I de Inglaterra, confiando en recibir puntual información acerca de su intimidad: ¿Cuándo menstruaba?, ¿Cuándo comía en la cama?, ¿Qué comía?, ¿Con quién lo hacía?  ¿Cuándo hacia el amor? Esta no es un detalle excéntrico, ni siquiera anecdótico. Detengámonos un momento en la información que una persona dedicada a lavar nuestra ropa sucia puede obtener de nosotros y de nuestros hábitos ¿Acaso sabemos cuántos datos ofrece un cesto con la ropa sucia? ¿Cómo se clasifican las prendas de nuestro vivir diario? Aquellas cuya suciedad puede considerarse normativa, pues se corresponde con el acaecer diario: los baberos manchados de un niño, por ejemplo; huellas mensuales de menstruo en el borde de las braguitas, incómodo pero pasable;  ropa excesivamente sucia  o manchas de materia biológica en la ropa interior allá donde no hay  niños ni ancianos; tal vez apuntes de carmín en las sábanas cuando la esposa lleva un tiempo ausente o cabellos que no se corresponden con nuestro color natural, olores extraños… son detalles compromisivos ¿Cuánta información proporcionamos a los extraños a los que ocupamos en lavar nuestra ropa? Aunque ahora el ajustado horario del que disponemos para las labores domésticas ha popularizado la ayuda remunerada a domicilio, Hace tiempo solo las élites podían hacer uso de personal delegado para limpiar sus prendas. Aristócratas, terratenientes, banqueros, industriales, meros rentistas, confiaban la limpieza de su indumentaria a personajes anónimos con lo que proporcionaban una información a veces incómoda y comprometida. Los grandes monasterios también solían enviar su ropa a lavar fuera del recinto conventual, algo anodino, pero que sirvió para que este hecho fuera utilizado como indicio por una perspicaz novicia, que en el siglo XVII acusó a la madre abadesa del convento de haber parido una criatura durante la noche como resultado de sus amoríos con el confesor del convento. La monja utilizó como soporte para su imputación el apresurado lavado de las sábanas en el interior del convento cuando lo habitual era enviarlas fuera (3). 


En la corte española (y probablemente en todas) la lavandera era un personal sujeto a una especie de contrato de confidencialidad. Estaban obligadas a jurar su cargo y por ello recibían la pomposa denominación de lavanderas de corps. Su trabajo se encontraba reglado y pocas personas estaban autorizadas a ocuparse del guardarropa de los reyes. A parte de la dificultad para higienizar indumentarias complejas provistas en muchos casos de valiosos accesorios; perlas, hilo de oro, etc. también estaban sujetas a la ordenanza de toda una cascada de cargos palatinos; debía de tomar la ropa sucia de un mueble en el que se depositaba las prendas y que se cerraba con llave, sobre todo porque la ropa de los reyes poseía una suerte de decencia añadida, las prendas enviadas a la limpieza, la suciedad, el tipo de suciedad  eran información reservada. Con la misma diligencia debía retornar las prendas limpias al guardarropa y cerrarlas con llave. Este proceloso procedimiento no obedecía solo a cuestiones protocolarias, sino que estaba dictado por la prudencia y comprometía la seguridad física de los monarcas, no olvidemos que la impregnación tanto de la ropa de uso como la de las sábanas, fue uno de los métodos empleados para atentar contra los reyezuelos de la India, y tanto Enrique VIII como su hija Isabel I, hacían inspeccionar su ropa de cama y también su guardarropa, rutinas que suponemos frecuentes en otras Cortes. Uno de tantos episodios de esta naturaleza, — lo tomo a vuela pluma, pues son innumerables — acaeció en la corte de los Romanov en 1638. Una lavandera sustrajo tela de la ropa interior de la zarina, Yevdokiya Streshniova, con el fin de practicar magia negra y causar su muerte.  Otros reyes practicaron medidas más discretas, pero igual de eficaces, Ana de Austria, la madre de Luis XIV disponía de una lavandera de cuerpo y de su entera confianza, que solo se dedicaba a lavar su ropa personal, cierto es que de todas las reinas que tuvo Francia esta fue la que mayor cantidad de personal tuvo a su servicio




(1) Acerca del Perfume y el Olor. J. García. Gracias a las amilasas presentes en el páncreas

(2) Acerca del Perfume y el Olor J. García

(3) La república del claustro: jerarquía y estratos sociales en los conventos femeninos Anuario de Estudios Atlánticos 51 (2005) 327-389. Pérez Morera Jesús

(4) Comedia famosa. El monstruo de la fortuna. La lavandera de Nápoles, Felipa de Catanea