Pobres y olor
El perfume conserva aún cierta herencia intelectual que lo hace incómodo. Hasta hace menos de un siglo su uso era patrimonio de determinadas clases sociales, de tal manera que la práctica de perfumarse era sinónimo de riqueza o bienestar. Si no me equivoco Engels, el amigo rico y benefactor de Marx, se indignaba con las condiciones de vida del proletariado inglés, en uno de sus viajes a la ciudad de Londres, siendo la apestosa rutina de los obreros uno de los elementos que más le llamaron la atención. La percepción olfativa es un elemento clave para categorizar al otro. El extranjero, el diferente, el extraño, lo es en base a muchos determinantes, pero uno, y bien importante, es el del olor.
El componente emocional del olfato es uno de los principales factores que ayudan a marcar con numerosos interrogantes toda su estructura fisiológica. Sabemos mucho del sentido del olfato, pero las lagunas sobre su funcionamiento son tales que, permiten aún aventurar datos sobre su actividad real. Sea como fuere, perdemos un poco la pista de las sensaciones olfativas más allá de los glomérulos, unas estructuras que canalizan los impulsos olfatorios hacia las entrañas del llamado cerebro profundo. Es el sistema límbico el que, en última instancia, fagocita el olor y se encarga de articular la información. Gráficamente podemos imaginarnos los paquetes olorosos como bolas de billar impactando en las paredes de nuestro yo más emocional, activando sucesivamente los distintos niveles comprometidos en nuestra subjetividad y en el que la herencia recibida juega un papel importante.
Trabajamos en el mundo con algoritmos imperfectos: los prejuicios. No nos engañemos, aunque tengan mala prensa tienen un cierto sentido, están ahí porque garantizan de alguna manera nuestra supervivencia, armando nuestro instinto ante eventos desconocidos o extraños. Los poseen todas las especies. Las hormigas, por ejemplo, pelean inmisericordes con sus familiares más próximos, y lo hacen hasta el exterminio. En cuanto a los mamíferos refiere, tampoco aceptan de buen grado individuos de la misma especie, pero de distinto clan. Los etnógrafos pueden dar fe de la elevada beligerancia entre grupos humanos, no tan dispares ni en conformación física ni en rasgos culturales. Toda la fuerza de los instintos animales se ejerce de forma inmoderada. En la especie humana esta agresividad se canaliza de alguna manera a través de los prejuicios. Preconceptos frente al otro, unas veces ante sus ideas, otras, por miedo a la pérdida de la identidad, pero también ante sus diferencias fisionómicas, color de la piel, forma corporal; sobre todo la del rostro, y un elemento inquietante: el olor. En efecto, el olor es un determinante clave en la percepción del otro.
El olor no se vive de forma idéntica en todas las culturas. Existe una teoría que agrupa a los pueblos y a las civilizaciones por su relación con el olor. En la India, por ejemplo, se celebra el perfume como un acto social; el olor es para los demás, para ser reconocido grupalmente, de ahí, a veces, su apremiante intensidad. Sin embargo, en Japón y otros pueblos con parecido perfil como es Corea, el olor puede llegar a ser una impertinencia, una invasión de la intimidad. Factores genéticos, junto a aspectos culturales, determinan que el perfume se viva en estos pueblos como una evidencia sensible que exige moderación, cuando no privación. El arco mediterráneo requiere también una detallada atención, no en balde, puede decirse que el perfume apareció muy precozmente en sus costas. Aquí también se vive el perfume como una celebración que instiga las emociones humanas más intensas. Sin embargo en América del Norte, y haciendo alarde de ese espíritu práctico de su herencia puritana, el perfume se vive higiénicamente; el olor debe remitir a la pureza del agua; integrando sus notas con las propias de la higiene corporal: olor a ropa limpia. Es así que, el perfume en particular, y el olor en general, se vive como una extensión emocional. La relación entre limpieza y perfume es bien curiosa, porque la higiene corporal no necesariamente ha de oler, de hecho, hay una higiene neutra o transparente que no huele a nada.
Categorizamos al otro por el olor. Aunque no está muy claro que exista un olor tenido como objetivamente fétido, es cierto que determinados pulsos aromáticos se viven con repugnancia y causan una desazón incómoda; el olor de la descomposición posee tal agresividad que causa estímulos en el bulbo raquídeo responsable del vómito. El olor es lesivo de otra manera; tendemos a establecer refugios aromáticos, espacios cómodos en los que la vivencia olorosa nos cause gozo y placer, incorporando a ellos a aquellos miembros que guarden una cierta afinidad con nuestro horizonte olfativo. A veces, gregarizamos hasta tal punto esa vecindad, que la incorporamos a nuestra zona de confort, de tal forma que, aquellos olores que no se ajustan al molde, al muestrario oloroso que conserva nuestro cerebro, se rechazan. La pobreza es un importante foco de inquietud en este sentido. Sobre todo porque el paquete oloroso viene acompañado de otros legados inquietantes: indumentaria, abandono, comportamiento. Excepción hecha de algunos colectivos ilustrados como los filósofos, que hacían del desaseo una de sus señas de identidad, la pobreza ha venido señalada históricamente no tanto por su desapego al buen olor, como a una suerte de síndrome, que haría del pobre alguien consustancial al hedor.
La pobreza no solo generaba hábitos sociales inadecuados, comportamientos antisociales, envilecimiento y promiscuidad, sino que también impregnaba a estos actores de la desdicha, de un manto fétido tan connatural a ellos que ni siquiera parecían advertirlo. Esta indiferencia por el mal olor propio suponía un aldabonazo para aquellas teorías que harían de los pobres a gente que merecía su destino, pues eran hasta incapaces de corregir esa afrenta desquiciante del mal olor. En la sofisticada Bagdad del siglo X se les tenía como río de escoria. Bagdad era una ciudad atestada, cuyas calles eran un hervidero de personas y animales, cercada por muladares, pozos negros y otras fuentes de contaminación olorosa. En este sentido no tenían nada que envidiar a Roma; un hito urbano que llegaría a alcanzar el millón de habitantes y que fue centrifugado a su nobleza hacia extra muros de la ciudad; Roma era invivible, atestada de muchedumbres, ruidosa y olorosa. Podían disponer de los mejores aromas del mundo, los traían incluso desde la India, pero las nocivas emanaciones de la plebe los hacían vanos. Hasta uno de aquellos gobernantes, de nombre Cayo Verres, utilizaba una suerte de mascarilla, bien cargada de material fragante, con el fin de evitar que su delicada naturaleza se viera ofendida con el contacto apestoso de la gente del común, mendigos, borrachos, dementes… pueblo. Julio César, intentaba ganarse la complicidad de esta gente, alabando el buen olor del pueblo de Roma; pero Julio César era un político, por eso sabemos que mentía. Conocemos muy bien el itinerario de la civilización romana, cierto que aunque más distante, China ofrece unas claves vitales muy similares. «La ciudad prohibida» fue diseñada, entre otras cosas, para mantener alejado al populacho y su apestosa indumentaria, de la delicada frialdad del jade y las exquisitas sedas, con las que varias dinastías se hacían acompañar. Nadie que quisiera conservar su vida podía prescindir, en presencia del emperador, de los clavos de olor que ayudaban a la bonanza del aliento. La dinastía Yuan, herederos de la rusticidad nómada de los mongoles, exigía a las concubinas una prestancia natural en sus pieles; olían sus cuerpos antes de permitirles atravesar los límites del palacio imperial. Quién iba a suponer de aquellos hijos de las destempladas praderas del Asia Central, ellos que despreciaban a los pueblos sedentarios porque llenaban sus narices de la picante coreografía de las heces de sus cabalgaduras, se embebieran hasta tal punto en el cruel refinamiento del mandarinato . En cuanto a la vivencia del olor en la India hay tanto que decir que solo la endiablada gramática del sánscrito evita una mayor divulgación. Conviene apuntar que el sistema de castas vigente durante más de dos mil años, y que sigue activo aún hoy en el inconsciente colectivo del país, tiene al olor como una de sus principales señas de identidad. De hecho, el perfume es una recreación restringida a las cuatro clases dominantes: brahmanes, príncipes y guerreros, comerciantes y por último, agricultores. Es sabida que la obra más significativa de la sensualidad hindú, el Kamasutra, es un código de comportamiento destinado al servicio de caballeros diletantes.
El Kamasutra dedica un espacio muy significativo al adecentamiento oloroso del cuerpo, y en particular, a la limpieza y odorificación de la boca. Adviertan que ese recinto dentado es una bomba hedionda, hasta el punto de que las diversas reacciones químicas que en ella se producen son similares a las del intestino grueso, es decir, el recto. Por eso no es extraño que el aliento establezca fronteras invisibles, aquellas marcadas por la capacidad del hálito para desplazarse en el espacio. Desde luego el régimen de distancia social, el espacio que mantenemos con nuestro interlocutor, una zona privativa que nos permite mantener cómodamente una conversación sin sentirnos agobiados por el otro, viene establecido por el alcance del aliento del otro. Esta distancia es directamente proporcional al grado de espesura olorosa que acompañaría nuestra respiración, siendo este más intenso en sujetos con deficiente higiene.
Hasta fechas muy recientes las clases más menesterosas solían añadir a la dificultad de sus vidas una higiene deficiente o económicamente sobrevenida, carecían de agua corriente por no decir de jabón. Las clases burguesas, en la Europa del siglo XIX, intentaban alejarse de las embrutecidas masas de trabajadores fabriles, agotados y sudorosos tras interminables jornadas laborables. Su cansancio era tal, que apenas daba para mantenerlos despiertos mientras se alimentaban de unas gachas acompañadas de aguardiente; el único líquido que les permitía olvidar la espesura amarga de su existencia. Vivían confinados en una campana de degradación urbana, recluidos en arrabales, compartiendo viviendas, destinos y camas. Efectivamente, en muchas ciudades alemanas los modestos propietarios de cuartuchos, alquilaban sus propias camas a obreros recién llegados del campo con el fin de aliviar así su precaria existencia en espacios de menos de 15 metros cuadrados, compartiendo en este caso su miseria, pero también su olor Su horizonte olfativo, eso que olemos permanentemente, pero que el cerebro se encarga de amortizar por mera economía, era el mismo, les identificaba allá donde fueran. En la India, megalópolis como Mumbai, con 20 millones de habitantes y una densidad media inimaginable en occidente de 30.000 habitantes por kilómetro cuadrado, sería posible identificar a los habitantes de los barrios por el peculiar microcosmos oloroso de cada uno de los mismos.
Hay momentos en los que esa distancia social a la que me refería se rompe; bien en los espacios urbanos, convenientemente delimitadas las zonas de tránsito o estadía, bien en eventuales o esporádicos contactos por demanda de servicios. Este último es el caso de las lavanderas; personajes ya desaparecidos del entramado urbano, cargaron durante toda su existencia con el estigma de la inmoralidad. No se concebía que un oficio ocupado en la limpieza de las excrecencias humanas, pudiera mantenerse al margen de aquellas impurezas orgánicas que manchaban las prendas de vestir o el ajuar doméstico. Por supuesto que el olor ocupaba en este proceso un lugar determinante, pues de alguna manera podía incriminar el decoro de una persona, habida cuenta de que lo sucio solía significarse por la emisión de fetidez. Enterradores, matarifes, en general, todos aquellos oficios relacionados con actividades odoro-significantes, quedaban señalados socialmente, porque el olor es como una etiqueta. Los médicos medievales y todos aquellos galenos que enfrentaron las sucesivas epidemias de peste, enfundados bajo estrafalarias indumentarias, no andaban descaminados al exigir prendas sin arrugas ni costuras, pues pensaban que las miasmas pestíferas quedarían allí prendidas, ya que el olor queda aferrado a las prendas de vestir, constituyendo un delator de nuestro itinerario vital. Se nos conoce por aquello a lo que olemos. Es más, otra visión de la modernidad, puede estar en relación con la transformación que realizamos al higienizarnos; no solo debemos estar limpios, tenemos que demostrarlo, oler a limpio, un olor prestado incorporado a nuestra piel. Perfumarnos para que ese otro olor que nos impregna, el de nuestro oficio, por ejemplo, no revele lo que somos violando nuestra intimidad. Es así que preservamos aquello que somos o hacemos mediante disfraces aromáticos. Por un lado queremos destacar, utilizando algún tipo de perfume que sobresalga sobre el resto, pero por otro, aquel olor que nos puede hacer significantes entre la masa, el olor a pescadero o mecánico, por ejemplo, nos parece inapropiado. No hay nada peor para nuestra autoestima que la carga consciente de un olor desagradable. Vilma Rousseff, que creo que fue presidenta de Brasil, hablaba de la insoportable indignidad de esta locución: "oler mal". Las condiciones de su reclusión, fue prisionera política, fueron tan restrictivas que fue privada de la higiene. Otro aspecto, quizás más lesivo para nuestra memoria colectiva, es la de la esclavitud, teniendo en cuenta que la condición de esclavo no es efectiva hasta que no se interioriza por el propio sujeto, pues se puede ser esclavo estatutariamente, pero libre mentalmente. Las condiciones en las que se efectuaba la trata de esclavos inter oceánica eran tan brutales: hacinados en jaulas, en espacios tan reducidos que el permanente contacto físico era inevitable; que las posibilidades de intimidad para los actos más orgánicos de la naturaleza humana, junto al olor autopercibido, convertían a los hombres en auténticas piltrafas; seres privados de voluntad humana y degradados a ojos de sus carceleros en especies animales. Hay un episodio referido a la gesta de Alejandro Magno en sus conquistas que nos trae ecos de esta misma naturaleza, me refiero a las condiciones del cautiverio sufridas por Calístenes (360-328 a.C.), a instancias del propio Alejandro, los griegos no le perdonaron aquella sevicia, pues le dejo perecer rodeado de sus propias heces. Un aspecto quizá más terrible es el de una agónica condena practicada en la antigua Etruria y que se conoce como el "suplicio de Mezencio", el cual consiste en amarrar al condenado a un cadáver con el que comparte su descomposición, hasta que un colapso o una infección generalizada le matara.
Hoy sabemos mucho del hedor, de la descomposición de la materia viva y los procesos implicados en esta transformación, pero el poso de nuestros prejuicios sigue siendo básicamente alimentado por los mismos impulsos. La corrección social y el decoro humano, lo que nos caracteriza como seres inteligentes, empujan a engalanar o civilizar nuestros instintos más primarios. Hay algo en el interior de nuestras cabezas que nos empuja a mantener las distancias ante aquello que genera olores desagradables, y que probablemente tenga que ver con nuestro yo más animal; ese alma indómita al que los ritos y protocolos sociales no son capaces de domesticar.
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