Vida privada de Isabel I de Castilla
Un aspecto bastante obviado por la historiografía oficial es aquel que hace referencia a la vida privada de los monarcas y a los numerosos oficios y profesiones que la etiqueta palaciega demandaba para actos tan corrientes como ponerse el camisón, comer, lavarse o calzarse. Es cierto que tras esa pompa y magnificencia con la que la institución monárquica se rodeaba había siempre un hombre o una mujer sujeto a las mismas necesidades que la de sus súbditos. La parte privada de los palacios [y los Reyes Católicos dispusieron de casi un centenar], esa a la que solo pueden acceder los más íntimos, tiene, incluso una parte mas exclusiva todavía; aquella a la que solo accede el rey y un reducido [aunque como se verá, este término es algo relativo] número de sirvientes. Se le denomina la Cámara real y el Retrete real. Conviene aclarar que el término Retrete [quizás de origen catalán: retret] no tenía el significado que actualmente se le concede, al menos en castellano, pues aunque, efectivamente, servía de lugar para disponer los utensilios más íntimos del monarca, hacía mas bien referencia a un lugar de retiro, en el que probablemente el rey pudiera estar sencillamente sólo. Luis XIV, por ejemplo, utilizaba el retrete para jugar con sus mas afectos a las cartas. Un curioso precedente de lo referido lo constituye el rey Jaime II de Mallorca [1243-1311], que ordenó la redacción de las «leges palatinae» referido al personal y competencias de aquellos que servían al rey. Entre ellos encontramos las curiosas figuras de Scutiferi camerae [escuderos de cámara] dormían a los pies de la cama real, provistos de sus armas. Se ocupaban también de calzar y descalzar al monarca. Hace referencia también a la necesaria fidelidad hacia su persona que debe poseer aquel que ostente el oficio de barbero. Entendemos que las razones para esto parecen obvias
La Cámara era pues ese grupo de habitaciones en los que se disponía la cama, los vestidos, pañuelos, perfumes, bacines, etcétera. Al objeto de proporcionar un máximo de confortabilidad a las estancias, las desnudas paredes solían estar cubiertas por tapices. Isabel la Católica era atendida en este cometido por quizás el más fiel de sus servidores «El camarero de la Reina» [Sancho de Paredes], una especie de hombre para todo que supervisaba el trabajo de las personas que preparaban a la reina para su descanso, velaban su sueño, la vestían y la lavaban. El rey Fernando, su esposo, disponía por su parte como «camareros» del Conde de Haro y el Duque de Frías. La Reina Isabel era atendida directamente por «la camarera de La Reina» siendo «las mujeres de Cámara» las que se ocupaban directamente de desvestirla antes de irse a dormir, preparándola también la jornada siguiente. La imagen del guardarropa de la Reina Católica, rico, abundante y lujoso desmiente esa imagen de cicatería y austeridad que se le ha adjudicado por razones espurias.
Conocemos de forma mas extensa la Casa Privada de su hijo, el Príncipe Don Juan gracias a los detalles proporcionados por su «camarero» Juan de Calatayud. Según este, antes de acostarse el príncipe señalaba las ropas que deseaba vestir para la jornada siguiente. El camarero se lo transmitía entonces al «mozo de cámara» responsable del guardarropa del príncipe. Este, a su vez, disponía también de dos ayudantes mas que eran los encargados de mantener limpios los armarios, doblar la ropa, etcétera. Además eran responsables de los candelabros que permitían iluminar el recinto donde se disponían los útiles.
El príncipe solía repartir su ropa con frecuencia, y en esta distribución se beneficiaban tanto «el mozo de cámara» como sus dos ayudantes, aunque en proporciones distintas. Dicha ropa, por lo general, era vendida con lo que de esta manera solían ampliar sus ingresos. Esta distribución de las ropas del príncipe parece que fue establecida por deseos de su propia madre, la reina, ya que el vestuario del príncipe se renovaba constantemente: cada mes dos pares de calzas nuevas, cada semana dos pares de zapatos, borceguís y pantuflos, etcétera. Conviene apuntar la mala calidad del calzado de la época que, por los registros de tutores testamentarios, se reponían entre seis y doce pares al año, bien es verdad que entre huérfanos de labriegos con cierto patrimonio. La reina Isabel pensaba que de esta manera se forjaba en el príncipe un espíritu de generosidad hacia aquellos que le servían bien, forjando así una disposición natural hacia el buen gobierno en el joven, que por entonces debía de tener menos de diez años. Cabe destacar que la reina Isabel sentía por su hijo autentica devoción y con frecuencia aludía a él como a su ángel. Su muerte, acaecida en el año 1497, fue una extrema prueba para la reina a la que ya no conseguiría sobreponerse.
El camarero estaba obligado a consultar al príncipe todos los meses la cantidad, tipo y color de los vestidos, zapatos y sombreros de los que deseaba disponer con el fin de confeccionarlos. Respecto a los zapatos existían unas instrucciones muy precisas, debía estrenar un par de ellos cada domingo y fiestas de guardar; a la vista de que estas eran muy numerosas, la cantidad de zapatos que gastaba mensualmente también debía de serlo. Y tal es así que uno de los oficios que atendía diariamente al príncipe era el de zapatero.
En la Cámara siempre debía de haber una provisión de tres o cuatro docenas de camisas. Su alteza recibía dos al día, una por la mañana y otra que utilizaba a modo de camisón antes de acostarse. Las camisas se lavaban en presencia del camarero.
Los mozos de cámara acudían a primera hora de la mañana al guardarropa cuyo acceso les franqueaba el mozo de cámara de las llaves, limpiaban ropa y calzado del día anterior y disponían sobre una mesa la ropa que el príncipe se aprestaba a usar en la jornada. Precedidos por el camarero, los mozos de Cámara se dirigen hacia el dormitorio del príncipe Juan. Estos mozos deben acompañar al príncipe durante toda la jornada, descubiertos y sin portar espada, pero deben ausentarse de la Cámara cuando el príncipe así lo demanda.
El rey Fernando y su hijo Juan |
Anexa a la Cámara se dispone una habitación llamada Retrete en la que se disponían todos los objetos capaces de satisfacer las necesidades de la vida privada e intima de los monarcas y sus hijos. Las llaves de este eran conservadas por un mozo de cámara. Por ejemplo el camarero de la reina era el responsable de guardar las pertenencias de la reina Isabel en las numerosas arcas y baúles donde estos se conservaban, y que, debido al carácter viajero de la Corte debían de permanecer permanentemente dispuestos para tal eventualidad: camisas, vestidos, libros, objetos preciosos, todo lo que una reina pudiera precisar. Con el fin de que la ropa mantuviera su prestancia, incluida la olorosa, a veces se depositaban en los baúles pequeños trozos de almizcle o algalia, unos perfumes tan intensos que la propia reina Isabel acabó por descartar para tal menester, pues producían jaqueca. En su lugar determinó utilizar aromas naturales como el del romero, lavanda, etcétera. El príncipe Don Juan, su hijo, guardaba en su retrete: toallas, paños de narices, peinadores, peines, tijeras, limas, espejo, pantuflos -calcetines- forrados de lana que se disponían junto a la cama, un cántaro de plata y un bacín para lavar la cabeza, otro bacín dentro de una caja cuadrada y que recibía el nombre del oculto y cuyo cometido era bien claro, aunque en nada se diferenciaba del resto de los demás bacines, allí se disponía con el fin de evitar enojosas y antihigiénicas confusiones. Un tablero de ajedrez también, dados, papel para escribir, ramas de romero y aguas perfumadas. El acceso al retrete solo estaba al alcance de quien personalmente determine el príncipe, toda vez que es el nivel mas privado de su Cámara. Las arcas y baúles de la Cámara del príncipe estaban numeradas. Abiertos los mismos, lo primero que se encontraba era un legajo con la relación del contenido de aquella, con lo que se podía cotejar y comprobar la ausencia de cualquier producto lo que en parte evitaba las sustracciones, muy frecuentes por lo visto.
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Para dormir el príncipe se colocaba una de las dos camisas que utilizaba cada jornada, y además se recogía su abundante cabello con una cofia de seda o redecilla. Camisa, redecilla y un pañuelo los encontraba envueltos en una toalla dispuesta allí desde la mañana por un camarero. Hecho esto el mozo de Cámara de las armas traía cada noche una espada y una daga. Colocaba la espada próxima a la cabecera de la cama y la daga, dentro de su funda, en el suelo. Dábase el caso de que si el heredero estaba casado podía visitar la Cámara de su mujer, apurando para ello los corredores del palacio, pero debía de ir provisto de estas dos armas. Por supuesto que el celo de los llamados Monteros de Espinosa se ocupa de velar por su seguridad, pero el peso de la tradición y un punto de incertidumbre aconsejaban dicho ritual. Más de un siglo después, el rey Felipe IV hacía lo mismo por los pasillos del Alcázar de Madrid cuando raras veces se dirigía a la Cámara de su esposa, al parecer unía su bacín personal a esta impedimenta armada. -tómese con prudencia esta noticia, teniendo incluso en cuenta que a veces la realidad supera la ficción-.
Todos los servicios más íntimos del príncipe debían de ser cubiertos, de tal manera que, incluso, sus necesidades biológicas eran atendidas por un mozo del bacín. Sabemos que el príncipe fue servido por un joven hidalgo apellidado Barrionuevo. Cuando el príncipe se despertaba, y aún estando este dentro de la cama, lo que hace pensar que era la primera obligación de sus servicio en la jornada, el camarero hacia entrar a un mozo de cámara - mozo de bacín en este caso- que retiraba el bacín usado durante la noche, haciendo entrega del mismo al mozo, que lo ocultaba pudorosamente bajo su capa, con el fin de limpiarlo y depositarlo acto seguido en el retrete. Al llegar la noche colocaba el citado bacín y su correspondiente dotación de papel higiénico, que este caso se limitaba a un paño limpio de lienzo, de una vara de longitud. Siete varas de lienzo disponía por semana.
La reina Isabel la Católica disponía solo y exclusivamente para preparar su cama de los servicios de 24 reposteros de cama, personas de confianza y todas hidalgas. Tal era la fidelidad y valimiento establecido por la reina con estos reposteros que confió a uno de ellos, Juan de Joara, el pago a las tropas que el rey , su marido, tenía desplegadas en Francia.
La seguridad nocturna de la reina y el heredero está encomendada a doce Monteros de Espinosa. Los Monteros inician su guarda cuando la reina se acuesta, y por la parte de fuera de la Cámara. La puerta de la Cámara no se cierra con llave a menos que la reina lo estime conveniente, pero siempre por dentro. Establecen tres turnos, la prima de 8 a 12 de la noche, el turno de modorra de 12 a 4 y la del alba de 4 a 8, pero sólo podían retirarse de la puerta cuando oían hablar al príncipe o a la reina a la mañana siguiente. Los Monteros de Espinosa fueron establecidos por el tercer conde de Castilla, Sancho Fernández, todos debían de ser hidalgos y nacidos en la villa de Espinosa de los Monteros (Burgos). Es obvio que se trataba de la guardia personal del monarca, y el heredero.
Las primeras horas de la mañana establecían también su ritual. Baño, vestido y peinado de la reina. El heredero se lavaba la cabeza en un bacín de plata, sin embargo la reina lo hacia en uno de latón. Ya hemos dicho que se retiraba el bacín y también, en el caso del príncipe, las armas que se le habían dejado próximas a la cama. Esperaban fuera de la cámara los demás mozos encargados de los vestidos del príncipe. Primero se le colocaba la camisa y después las calzas. Hecho esto, entraban en la cámara todos los mozos de cámara, pero sin bonetes ni capa. Entraban los médicos para preguntar al príncipe sobre su estado, cómo había dormido y cómo había digerido la cena. Para lavarse las manos se exigía a veces un mas que complicadísimo ritual; pudiera darse el caso de que estuvieran presentes en la Cámara real varios notables de Castilla, siendo competencia de uno de ellos servir el agua con la que el príncipe se lavaría las manos. Después se presentaba el barbero que peinaba y afeitaba, acto seguido el zapatero que se ocupaba de calzarlo, teniendo la precaución de ser auxiliado por dos mozos de cámara que sujetaban cada una de las patas de la silla sobre la que su alteza se había sentado, con el fin de que le fuera ajustado el calzado, evitando así una caída. El camarero terminaba por fin de vestir al príncipe
Si el ritual castellano aragonés parece prolijo, aguarden la próxima entrada que dedicaremos al Protocolo Borgoñón, introducido en España por Felipe I de Castilla, más conocido por Felipe el hermoso y que adoptó su hijo Carlos I como propio de la Corona de España. Ya en el siglo XVI, el filósofo Luis Vives aludía a dicho ceremonial con cierta mordacidad, toda vez que el aparatosísimo despliegue de sirvientes en las mesas regias, por ejemplo, se resolvía a veces con un trocito de carne y un sorbito de vino, tomados incluso con desgana.
Revisado: 05/05/2022
Revisado: 05/05/2022
Para saber más:
Arte y etiqueta de los Reyes Católicos. Artístas, Residencias, Jardines y Bosques. Rafael Domingo Casas. ED Alpuerto.