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Revolución haitiana |
Jacobo I, el primer Emperador de Haití (ver: Haití. Imperio y Monarquía en El Caribe. Jacobo I) y que fue su predecesor, dedicó los primeros meses de 1804, fecha de la independencia de Haití, a degollar mujeres, ancianos y niños blancos hasta acabar prácticamente con la presencia de cualquier europeo en la parte occidental de la isla de La Española. Luego continuó con los mulatos por tibios y colaboracionistas y por fin, también con los negros. Víctima de esa enfermedad fatal del revolucionario: la incapacidad para gestionar la normalidad, acabó por perecer a hierro, ya que a hierro había vivido. Henri Christophe figura entre sus ejecutores. No fue el único pero sí se quedo con la mitad de Haití.
Henri I fue un sujeto peculiar, para empezar se trataba de un individuo hiperactivo: dormía poco y comía con una sorprendente rapidez. Esto causaba una gran fustración en sus invitados. Incapaces de imitarle quedaban siempre alimentados frugalmente, toda vez que el protocolo, que también copió de la corte francesa, procedía a retirar los platos una vez el Rey hubiera concluido. Fue uno de los pocos combatientes negros, que al mando de Lafayette, lucharon en la guerra de independencia de los Estados Unidos. Y su nombre Henri I fue sólo el resultado de sus limitaciones. El día de su coronación la multitud le vitoreo de esta manera ¡Vive l’homme Christophe¡ Como no sabía leer ni escribir pidió que le ensañaran a escribirlo, pero como quiera que le pareció excesivamente complicado y laborioso se decidió por el más simple de Henri
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Henri I coronado |
Todo el país está sometido a una actividad frenética. Aunque habría que decir que sólo la mitad, porque el Sur, la República de Haití, presidida por el mulato Petion transita por la senda de la indigencia económica y la default en los pagos, como ahora se dice. Pero es una impresión falsa, es una máquina que gira, mas no por su propia inercia, mas bien a desgana a impulsos del transgresor catalejo de Henri que todo lo ve. Y él lo sabe, pero tiene la suficiente fe en su proyecto como para minimizar todo lo que le contraviene. Lo que pretende es algo aún más grande
Detesta a los franceses pero eso no impedía que gustara rodearse de blancos: ingleses y americanos por lo general. Envidiaba su ética del trabajo, su visión del futuro. Algo de lo que pensaba que carecía su raza, esa odiosa incapacidad de los suyos para pensar más allá del momento presente. Ordenó levantar una docena de edificios que pudieran rivalizar con aquella cultura que admiraba y odiaba a partes iguales. Destacan dos en particular: el Palacio de Sans Souci, y la Ciudadela La Ferrière. La primera para el gozo y el placer, y la segunda por si a Francia se le ocurría regresar a aquella isla que otrora fue suya. Sans Souci, su dorado retiro, bueno mas bien su sonrosado ensueño neoclásico. Un palacio en medio de la nada y del que os ofrecemos una imagen idealizada. Un decorado en el que disponer sus soldaditos de juguete, sus húsares, sus pajes, sus mayordomos, las damas de honor de su mujer; Marie Ludovique, la reina. El Copero principal, el Lord Chambelain, el Lord de los establos, el de la caza, todo el servicio del Delfín. Si hasta se consideraba primo del Rey de Inglaterra. Costó lo que no se tenía en Haití construir aquel lugar irreal, rodeado de jardines que parecían pintados. ¿Pintados? Mas bien regados con el sudor y la sangre de los innumerables negros que los cuidaban, vigilados por otros negros pero estos provistos de látigos. Menuda paradoja
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Sans Souci, el Palacio. Recreación |
Novecientos metros más arriba está constuyendo La Ferriére, una descomunal fortaleza. Si sirviera la comparación sería como el nido del aguila del déspota. En eso se ha convertido. Devora su empresa dinero y hombres, hasta quince mil esclavos. No son otra cosa . Trabajan, ladrillo a ladrillo en aquella ciudad fortaleza. Una ciudad a salvo de una eventual agresión, capaz de acoger a diez mil personas, dicen. Defendida por 365 piezas de artillería, una por cada día del año. Y dotada de almacenes y reservas de agua que la permitieran resistir por varios años.
Mas nadie teme ya al francés, el enemigo lo tienen en casa. Un día recibe al embajador británico y éste, de alguna manera, le reprocha la severidad de sus leyes de trabajo en comparación con el Sur. Entonces el rey Henri I le responde con la dolorosa crudeza de un hombre que se sabe extraño entre los de su raza. Piensa que siendo iguales, blancos y negros, los negros carecen de orgullo porque no tienen nada de lo que merezca la pena hacer memoria. Aquellas torres, aquellos palacios, aquellas fortalezas, aunque hubieran sido construidos con dolor y sacrifico y muertes, serían un motivo de orgullo para todos los negros. Algo que les daría fuerza ¿Quién se acuerda de los miles, de las decenas de miles de esclavos que perecieron construyendo las piramides? Nadie ¿Acaso el Imperio Romano no fue el primer sistema que practicó el genocidio en la historia? ¿Cuántos jovenes franceses han debido de morir para salvaguardar la soberbia de ese tipo de piel grisacea llamado Napoleón? Para los blancos todo aquello que excede el buen sentido, es decir aquello que llamamos sobrehumano es capaz de silenciar el sufrimiento, lo oculta y lo convierte en orgullo para las generaciones venideras. Eso y no otra cosa se proponía crear entre sus ciudadanos: un sentimiento de orgullo, algo que tanta falta nos hace a los negros. A la mañana siguiente hizo desfilar ante su invitado a los mil hombres de su guarnición. ”La creme de la creme”, altos, marciales muy disciplinados. Henri I, de la misma manera que Cristo con el milagro de los panes y de los peces, convirtió a aquella reducida fuerza militar en un desfile de diez o quince mil hombres mediante el ingenioso procedimiento de hacerles cambiar de uniforme en repetidas ocasiones, pensando que un blanco era incapaz de diferenciar a un negro de otro
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La Ferriére. La fortaleza inexpugnable de Henri I |
Reyes y Emperadores en El Caribe consta de tres entradas
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